Muchísima gente, sí, no se pueden negar las imágenes, en esta nueva Diada de 2017: pero es toda la gente (mucha) que acude cada año. Y la organización, impecable: el impacto visual del colorido, las banderas, las actuaciones, los mensajes… todo perfectamente orquestado por los convocantes (han aprendido el manejo propagandístico a niveles de máster), como si España fuera una dictadura o cualquier país del mundo donde aún no hay libertades ni derechos: cuando se le escucha hablar, pues se les llena la boca de palabras tan absolutas como libertad, paz o democracia, pareciera que no estuviéramos en España sino en Corea del Norte, Tayikistán o Sudán. Pero toda esta perfección y tanto gentío, sólo me llevan a una conclusión: miedo.
Sí, miedo, porque cuando año tras año la imagen aparente es de mayoría absoluta y arrasadoramente independentista y elección tras elección la “otra mayoría no independentista” sigue ganando en las urnas, sólo cabe una explicación: miedo. Y el miedo sólo se combate, como se hacía en otros tiempos y en otros regímenes, con clandestinidad, ocultamiento y a escondidas: siendo clandestino ante los ojos de esa ingente mayoría, ocultándose de los que han impuesto el pensamiento único, y luchando a escondidas a favor de la verdadera libertad y la verdadera democracia. ¿Y cómo hace esa “otra mayoría” que hoy no está en la calle para poder llevar a cabo esa otra lucha clandestina y en silencio? Pues, aunque paradójico y contradictorio, no lo hace con revueltas, manifestaciones, cubriendo las calles de banderas y charangas, complots desestabilizadores u oscuras conspiraciones secretas, no… lo hace: votando.
Sí, con el voto que ahora reclaman quienes han ultrajado los principios básicos de la democracia verdadera con el simulacro de libertad y derechos que vimos el otro día en el Parlament. Porque ante esas mareas de gentes que salen cada año el 11 de septiembre a las calles pidiendo libertad para su pueblo y el derecho a decidir, llegan las elecciones siguientes y el voto mayoritario (que luego se traduce en escaños de aquella manera, que por arte de la representación hace que menos votos en un sentido sean más escaños en otro, pero no sólo en el parlamento regional sino en el nacional, y parezca que es lo que no es, pero ese es otro debate) de los que no piensan igual que todos esos miles de catalanes que salen a las calles ese día, se impone, eso sí, en las urnas democrática y legalmente puestas a disposición de los ciudadanos. Y eso es miedo: miedo a expresarse libremente y a que la única arma con la que cuente el ciudadano (gracias a dios o a quien sea, España sí es una democracia, con todos los fallos que se quieran, pero democracia, al fin y al cabo) sea votar.
Votar en secreto y ahora si, en libertad y sin coacción, porque ese es el único momento en el que el ciudadano que piensa diferente en Cataluña se expresa de forma libre y sin ataduras: introduciendo su papeleta en la urna sin que nadie sepa que ha votado: y eso se llama miedo. Y el miedo, en dictaduras y regímenes totalitarios se combate con reuniones secretas, rebeliones contra el poder impuesto por la fuerza y jugándose la vida en cada acción. Y la paradoja (bendita y grandiosa paradoja) es que, en una parte de España, donde la democracia impera igual que en el resto del Estado, el miedo se tiene que combatir con un voto, y esa es la rebelión del pueblo silencioso que no sale el 11 de septiembre a la calle: votar (que no es poca cosa). Votar contra el uniidealismo (no sé si existe ese concepto, pero lo escribo igualmente) impuesto “democráticamente” por una inmensa mayoría independentista que ha acallado la voz de una minoría aún mayor que esa mayoría a golpe de libros de texto, manipulación mediática, subvenciones a minorías étnicas o religiosas, invenciones históricas y leyendas que sólo existen en su ideario fantástico (como si de Juego de Tronos se tratase).
Miedo, sí, arraigado en una mitad del pueblo catalán que calla y no reacciona, pareciéndonos que es toda Cataluña independentista y no existe la idea discrepante. Pero paradoja, también, la del pueblo que calla y en las urnas saca más votos que esa la mayoría que vocifera. Esa es la auténtica paradoja que esconde el miedo, la verdadera democracia que nos dan las leyes que nos protegen: que, aunque atemorizados, podemos expresarnos libremente de forma secreta cuando acudimos a votar. Y ahí es donde está la verdadera fuerza de la mayoría y de la democracia que todos nos hemos dado (y por supuesto, todo esto no quita que, tras el 1 de octubre, todas las fuerzas políticas y sociales tengan que sentarse de una vez por todas a arreglar este desaguisado legal, emocional, cultural, territorial o lo que sea, y hallar una solución real y duradera a tanto disparate. Que la Justicia, con mayúsculas, ya seguirá su camino para poner a cada cual en el sitio que le corresponda, sea un robagallinas, un político corrupto o un amago de dictador charlotero, por aquello de Charlot).