Encendiste el alba cada mañana. Caminaste sobre las aguas. Recibiste el fuego de los dioses para dárselo a los hombres. Prometeo te llamaron de niño, pasando de unos brazos amorosos a otros, brazos de madres que aman a sus hijos. Los príncipes de las leyendas no pueden ser muy diferentes, ni los héroes. Esa infancia en la que hay un jardinero cuidando las rosas tempranas.
Quisiste recordar cuándo se rompió el hechizo, en qué momento, si lo hubo, los abrazos ya no fueron necesarios, o si se perdieron sin saber el motivo. Si te preguntaste, como aquel niño que jugaba en el parque: mami, ¿cuándo crezca ya no seré guapo?; es que no quiero ser como esos hombres mayores que parecen cansados y tristes, que van solos y que no ríen nunca, ni juegan. Mami, ¿si me hago grande me seguirás queriendo?
¿Cuándo se rompió el hechizo? Y a tu memoria acude Saint-Exupéry relatando en Tierra de hombres aquel viaje, que ahora haces tuyo, entre esa gente cuyo sueño era turbio como un paisaje de niebla. Donde en el aire flotaba un ruido vago, entre jirones de respiración ronca, de quejas oscuras, de movimientos nerviosos de un lado a otro de la banqueta, intentando mantener el sueño. Y siempre, en sordina, ese inagotable traqueteo como cantos rodados chocando una y otra vez en la playa. Te sentaste enfrente de una pareja y su hijo, en ese tren de asientos de madera, en tercera clase.
Entre el hombre y la mujer, mal que bien, el niño se había hecho un hueco y dormía. Pero, al despertar se dio la vuelta y su rostro te deslumbró bajo la luz tenue del compartimento. ¡Qué carita tan hermosa! D
e aquella pareja, entre esas ropas casi harapientas, con esos rostros surcados de dolor y de cansancio, en esta huida hacia ninguna parte, cuando las bombas y el humo de la guerra, no tan lejana, les habían expulsado de su tierra; de aquella pareja había nacido un fruto dorado. Un rostro de músico, te dices, la frente lisa, el cabello rubio y con rizos, y esa dulce mueca de sus labios.
Un Mozart niño, pensaste, he ahí una promesa de vida, una bella promesa. Los príncipes de las leyendas no pueden ser muy diferentes, ni los héroes. Y al contemplar el entorno, y la propia vida, la reflexión se hizo amarga. Mozart niño será también engullido por esa máquina devoradora de hombres que es la vida. Y pensaste que no es solo la pobreza, el destierro, el hambre, la fealdad; es todo, es que, al crecer, en cada uno de nosotros Mozart es asesinado.
¿Cuándo?, ¿en qué momento, esos niños con babi de cuadros, que sólo juegan y ríen y hacen amigos y enemigos con la rapidez de un garabato de colores, que aprenden deprisa, que son adorables. ¿Cuándo?, te dijiste, ¿en qué momento Mozart abandona sus vidas?, ¿cuándo desaparece el jardinero que cuida de estas rosas tempranas?
Muchas veces te impactó esa imagen del primer cine de los hermanos Lumière: los obreros saliendo de la fábrica. Hombres y mujeres volviendo a sus hogares después del trabajo, y pensaste que todos habían sido niños de pieles sonrosadas, de besos y abrazos de madres que aman a sus hijos. ¿Era esta la vida? ¿O fue aquella? ¿Dónde está el jardinero que cuidaba de las rosas tempranas?
Ahora te sientas entre hermanos, entre hombres y mujeres. Ese ser empequeñecido que grita porque no tiene palabras, porque salió sin permiso de la cueva ancestral, y las noches y los días se le hacen una amalgama de gestos disparatados y de sonidos guturales. Aquel otro que vigila el pasillo con chaqueta de cuero y sombrero de gánster, vestido para salir a la calle con todas las puertas cerradas.
Y la mujer apresurada de pasos menudos y rápidos que busca ocupación y no la encuentra, de mirada indecisa, ¿qué hacemos?, ¿qué hacemos?, ¿qué pasó?, ¿por qué no viene nadie? Lleva el alma por fuera y no lo sabe. En ti también hay una pared que detiene tus pensamientos. Observas al anfibio de manos menudas y crispadas, de ojos fijos como una salamandra que ha perdido el aire y el sol y el agua. Y concluyes, como Saint-Exupéry, que no hay jardinero para los hombres.
Y te preguntas si es mejor la tumba de tus antepasados, en la tierra, alimentando lirios, caracolas, o las cenizas para que se diluyan cuanto antes en el aire, en la tierra y en el mar, camino del firmamento, como esa metáfora de El hombre menguante, que va empequeñeciendo hasta hacerse inmenso, al confundirse en el cielo con las mismas estrellas.