El tebeo, cómic, revista gráfica, como se quiera llamar, fue la primera ventana a mi interpretación del mundo. Desde sus dibujos aprendí primero a leer, después a hacer fotos, entender el cine y animación más tarde para terminar estudiando los procesos de creación de historias. El tebeo así se convirtió en la máquina más eficiente, asequible e inmediata para poder iluminar siquiera algo del manual de instrucciones de este complejo invento llamado vida.
Este arte, que se suele preludiar con el prefijo “pop” de popular, es ciertamente muy viejo: comenzó allá por Altamira con historias de bisontes divinos, cazadores guerreros y firma de manos asustadas, se hizo enigma en una Antigüedad que ya refleja los primeros héroes para, finalmente, sublimarse por un cristianismo creando narrativas complejas en formato de fresco. De hecho, la mejor evangelización se hizo así: en formato de cómic que, como grafitis, recorre desde cuevas a basílicas. A grandes rasgos, claro, reduciendo un temazo histórico con tríada Hegeliana -siempre útil en su simpleza quedona- antes de llegar mi época posmo-decadente de Mortadelo y Spiderman, de Tintín y Hulk, de la familia Ulises y los cuatro fantásticos. Y un largo etcétera, en fin.
Todo esto viene por el fallecimiento del señor Lee, cabeza pensante y creadora de un Olimpo posmoderno de héroes con músculo cuyo poder descansa sobre puntos débiles e identidades secretas. El dibujo del cómic, como de todo, reside en la palabra porque ya sabemos que en el principio y al final no hay no habrá más que palabra. Dibujar, filmar, diseñar, decorar, no es más que seguir la pista a una Idea que se genera en forma de palabra. Ahí está el mérito de los Stan Lee, la gloria de los creadores, guionistas, poetas, contadores de historias… la de aquellos que sobrepasan el mero oficio para, desde su visión, crear una escuela de interpretación de la realidad. El método Marvel tiene mucho de eso al haber interpretado una época desde la excusa del superhéroe. Dibujar bien a Spider-Man o a Hulk es cuestión de oficio, pero darle personalidad y vida son palabras mayores. Eso es lo que hace un escritor.
Así que cuando se muere un tipo así, nos deja un socavón víctima de ser cubierto por ornamento hueco, quizá salvado por el mito del estilo, pero sin alma.
En fin, Sir, gracias y descanse en paz.