Nos referimos al liberalismo anglosajón, que es el que se ha impuesto en la modernidad de forma modélica a través de la poderosa influencia política de Inglaterra en el siglo XIX y de EEUU en el XX. Se trata de un liberalismo que defiende los derechos de la persona individual frente a cualquier intromisión que amenace su libertad de acción o de pensamiento. Fruto de esta forma de pensar, cuyo gran teórico fue el filósofo inglés John Locke, fue el llamado Liberalismo económico, el cual defendió el lema clásico anti-intervencionista del laissez faire, laissez passer. Dicha doctrina económica es la que impulsó a potencia mundial a Inglaterra, el país que se había adelantado a sus rivales europeos creando la Revolución Industrial, una forma nueva de aumentar exponencialmente la producción de bienes económicos explotando las fuerzas de la naturaleza por medio de tecnologías nunca vistas, derivadas de los descubrimientos científicos.
Pero el liberalismo económico inglés no supo resolver el problema de la creciente pauperización de las clases trabajadoras, lo que condujo a la Gran Crisis mundial de 1929 y al ascenso del movimiento socialista. Una crisis en la que el individualismo protestante plasmado en el liberalismo del “laissez faire, laissez passer”, ha tenido que frenarse con diversas modalidades del intervencionismo estatal, para crear el Estado del bienestar occidental, que superó a los modelos económicos totalitarios comunistas o nazis.
Fue EEUU, la potencia donde habían triunfado las doctrinas económicas inglesas, el país que encontró la salida de tal crisis, primero con la doctrina del New Deal de Roosevelt y finalmente con la aplicación de las doctrinas intervencionistas de Keynes por su primer presidente católico, John Kennedy, el cual las impulsó nombrando por primera vez ministros económicos keynesianos. Con ello se frenó la pobreza del trabajador elevándolo a clase media, con el ascenso a superpotencia de la antigua colonia inglesa, que sustituía a una Inglaterra ya sin Imperio.
El nuevo problema, que está hoy alcanzando su punto crítico, es el de la llamada “nueva izquierda”, que surge precisamente en EEUU en la década de los 70 con las marchas por los llamados “derechos civiles”, lo que hoy denominamos los derechos de las minorías. La democracia liberal se basa en el predominio de la voluntad de la mayoría pero, a la vez, respetando a la minoría.
En tal sentido el problema nuevo que afrontó el liberalismo democrático de EEUU fue el problema de la integración de su gran minoría negra, herencia del pasado colonial inglés. Pues la eliminación del esclavismo por el presidente Lincoln, tras la Guerra de Secesión, no impidió la formación de los guetos negros. Por eso este es el problema más sangrante de EEUU, el cual la Nueva Izquierda norteamericana creé poder resolver disolviéndolo en un problema mayor que afectaría a la integración de todas las minorías restantes, sexuales, culturales, etc. De ahí surgen las nuevas ideologías multiculturales y de Género que alcanzan una inesperada fuerza con el fenómeno económico y cultural de la globalización.
La fuerza de dicha corriente ha llegado a apoderarse de la dirección ideológica del poderoso partido Demócrata norteamericano. Con ello se han introducido un radicalismo político que toma el aspecto de un nuevo absolutismo denominado “lo políticamente correcto”. Por ello, en el comienzo del siglo XXI asistimos a una nueva crisis causada por un individualismo, de raíz protestante, que afecta a la estructura básica de las unidades familiares y estatales occidentales por el ascenso del igualitarismo llamado de género, que equipara en derechos las uniones sexuales de cualquier género, así como los derechos humanos de los inmigrantes con los de los ciudadanos nativos de cada país, en nombre de las ideologías de la Globalización.
Frente a tal liberalismo cabe oponer un liberalismo que llamaríamos de raíz católica. Dicho liberalismo no admite el individualismo absoluto propio de la “rebelión de las masas”, ya denunciada por Ortega y Gasset, pues entiende la libertad del individuo condicionada por las circunstancias institucionales, por el respeto propio del católico, a diferencia del protestante, a las jerarquías más sabias, que ayer eran las eclesiásticas, pero hoy son las científicas y filosóficas.
Este es el nuevo liberalismo que puede hacerse fuerte e influyente, si engrana con la forma de pensar y de vivir, igualmente norteamericana, de la creciente minoría hispana de origen católico de EEUU. Lejos de perjudicar a la poderosa nación norteamericana, podría ser una especie de nuevo New Deal, ahora cultural, para afrontar la crisis abierta entre los nuevos “populismos” a lo Trump y las denominadas minorías radicales de raíz radicalmente individualista y que, por su culto beato a la Globalización, han perdido el sentido de la nación.