En cierta ocasión, durante un curso de psicología, el profesor nos pidió que contestásemos -anónimamente- a esta pregunta: ¿Serías capaz de matar a alguien si supieras con total certeza que jamás ibas a ser considerado responsable o sospechoso, ni sufrir consecuencia alguna? Una porción no despreciable de alumnos respondió que sí.
La mitad de la humanidad ha deseado alguna vez la muerte de alguien, y muchos estarían, además, dispuestos a causarla personalmente si supieran que no van a ser descubiertos.
El deseo de librarnos de determinada persona es algo muy natural. A lo largo de la vida siempre nos topamos con alguien que nos causa gran padecimiento o insufribles trastornos: el vecino que nos atormenta con incesante jaleo, el jefe que nos amarga el trabajo, el matón que nos humilla y acosa, el pandillero que tiene intimidado al barrio, el mafioso que nos extorsiona, el terrorista que mató a nuestro padre, el salvaje que violó a nuestra hija... La casuística es infinita, y a nadie se le puede reprochar que en algún momento sienta el deseo de que muera el causante de sus problemas, o incluso el impulso de matarlo. Pero ahí está el Código Penal, castigando duramente el homicidio, para disuadirnos de cometerlo; y de un modo u otro todos comprendemos que así debe ser. Parece un poco feo ir por la vida matando a la gente que nos estorba.
Ahora bien, entre esa incontable cantidad de supuestos hay un caso especial, una única excepción respecto a la cual, no sé muy bien por qué, muchas sociedades parecen estar de acuerdo. El caso se da cuando prevemos que otro ser humano, inocente aún de toda culpa, va a suponernos un estorbo tan colosal en la vida, un obstáculo tal para nuestras expectativas de futuro, que nos obligará a modificarlos drásticamente o a abandonarlos por completo. Entonces, y concurriendo una circunstancia muy concreta, la ley nos permite asesinarlo. Esa circunstancia es la de "llevar dentro al futuro enemigo".
Me estoy refiriendo, por supuesto, al aborto. Pienso en la revolución ética que supone establecer el derecho (no ya la despenalización, sino ¡el derecho!) a asesinar a alguien por la sencilla razón de que va a frustrar nuestras aspiraciones y complicarnos la existencia.
Digo "asesinato" en lugar de "homicidio" y digo bien, porque, según nuestro código penal, es reo de asesinato quien matare a otro con alevosía; o sea, sin que la víctima pueda defenderse, como es el caso de un recién nacido.
"Pero la mujer que aborta -me dirá enseguida alguna- no está matando a un recién nacido, sino al feto aún por nacer". Cierto; pero resulta que estos días se dirime ya en Estados Unidos la supresión del derecho al aborto.
El argumento de que, mientras está dentro de la madre (o todavía unido a ella por el cordón umbilical), el feto no tiene "vida autónoma" me parece una excusa de mal pagador, pues, en última instancia, un bebé tampoco la tiene. El otro argumento de que, en tanto no tenga un día de vida, el neonato no es civilmente considerado "persona" me parece igualmente inaceptable, pues la ética -que es de lo que aquí se trata- no entiende de personas civiles, sino de seres humanos. Eso por no mencionar el peregrino argumento según el cual el feto sería una parte del cuerpo de la madre, como lo es su hígado o sus orejas, y por tanto estaría igualmente sometido a su soberano capricho: cualquier embarazada de pocos meses que no sea una descerebrada o una fanática sabe perfectamente que eso no es así, y que lo que lleva dentro es un ser vivo distinto de ella misma.
No, no, no. Nada de eso es razonable. Como tantísimos otros, muchas veces me he cuestionado (y sigo aún haciéndolo) cuál es mi propia actitud frente al aborto, ya que -al menos para mí- la pregunta del millón de dólares continúa a día de hoy sin una respuesta objetiva y medible: a partir del momento de la concepción, ¿cuándo deja el feto de ser un despreciable puñado de células que se dividen o una piltrafa orgánica a la que podamos liquidar sin que nos quede cargo de conciencia? Cualquier criterio que podamos establecer al respecto (el latido del corazón, el movimiento dentro del útero, la completa formación del cuerpo, etc.) me parece igualmente arbitrario e insuficiente. ¿Qué es, en realidad, un ser humano?
Tal vez no llegue a encontrar nunca una respuesta satisfactoria; pero una cosa sí creo: cuando en nuestra civilización empiece a aceptarse el derecho legal al "asesinato del día antes" la humanidad habrá dado un salto trascendental hacia una novedosa ética de impredecibles secuelas, pues de ahí a una relativización absoluta del derecho a la vida habrá ya sólo un paso.