El tema de las lenguas en España ha saltado a la palestra política de la mano de un autócrata que quiere, a costa de lo que sea, perpetuarse en el poder.
Esta es una más de las locuras a que somete al respetable que no respeta, junto a la propuesta de amnistía para, desde su escasa minoría parlamentaria, tejer el edredón norteamericano, hecho de retales de partidos antisistema, con que aspira a seguir en el Falcon y taparse sus vergüenzas.
Pero, volviendo al tema de las lenguas, una vez más asistimos a la construcción de la Torre de Babel. Si el tema lingüístico es un desafío ante este los pueblos pueden tomar, por simplificar, o mirar al pasado o encarar el futuro, y mucho me temo que este nuevo "conducator", que ha decretado el macartismo contra los "disidentes desviados", en su propio partido, es más proclive a mirar al pasado que a dirigirse al futuro.
Asistimos pues, si Dios no lo remedia, al espectáculo taurino de embestir con las lenguas al capote de la soberanía nacional que, de pronto, nos convierte a todos, por adscripción del pinganillo, en guardaespaldas de nosotros mismos.
Si elevamos el rango de lenguas, de un territorio a nivel del Estado, el catalán, el gallego o el vasco, en esa corta mirada de un sanchismo, ensimismado en un pasado viejuno que divide y enfrenta, y muestra su incapacidad para girar la mirada para encarar, seriamente, algunos de los retos que nos lanza el futuro.
España, desde hace más de cuarenta años, empezó a convertirse en una nación enmarcada en la globalización, al recibir miles de inmigrantes y refugiados, y cada uno de ellos traía bajo el brazo una lengua, como antes los niños, al nacer, simbólicamente, traían un pan.
Hoy la población migrante, nacionalizada, y regularizada o no, supone ya más de una quinta parte de los habitantes de España. Entre estas personas llegadas desde lejos predominan, a efectos de lenguas diferenciales, tres colectivos: chinos, marroquíes y rumanos con poblaciones que se acercan, si no sobrepasan, al millón de habitantes.
Si a efectos lingüísticos España fuera un país avanzado, permitiendo a las lenguas su evolución natural, y no un territorio anclado en el pasado, que trata de resucitar, con unificaciones lingüísticas, riadas de dinero y métodos autoritarios, cuando no dictatoriales, la imposición de viejas lenguas vernáculas tras las almenas territoriales, otro gallo nos cantara.
Si a efectos lingüísticos insisto, España fuera un país avanzado y tuviera una estrategia para afrontar, con posibilidades de éxito su futuro, pues quizás uno de los cambios que afrontaría sería aprovechar el capital lingüístico que traen los migrantes, para, dotándose de personas que poseen esas lenguas, ser más competitivo, tanto en el escenario europeo como en el mercado global.
Desde hace décadas, en los colegios finlandeses, dependientes de los municipios, que tienen gran autonomía al respecto, cuando cinco alumnos, hablaban una lengua foránea, podían solicitar su enseñanza en el currículo escolar.
Además, si de hablar se trata, con la entrada en tropel de las lenguas vernáculas tradicionales en los parlamentos, lo que se está creando es un agravio comparativo entre viejos y nuevos españoles, ciudadanos libres e iguales, pues el volumen que van adquiriendo, el árabe, el chino y el rumano, en lo que se refiere a lengua materna, cada vez es mayor y pronto va a sobrepasar en número, al vasco o al gallego, si tenemos en cuenta la natalidad más los migrantes que llegan de estos países foráneos.
Por último, pero no por ello menos importante, si se utilizan las lenguas como medio de confrontación entre españoles, como hacen los nacionalistas, la extrema izquierda y el sanchismo, pudiera suceder que los nuevos españoles de origen migrante copien el modelo y empiecen, en no tardando, a solicitar, en aquellos municipios y autonomías en que viven, la cooficialidad de sus lenguas, cuando constituyan una minoría significativa en los mismos, y empiecen a aflorar partidos políticos que defiendan sus propios intereses, y condicionen, por la estupidez manifestada por nuestros políticos, colonias dependientes de sus países de origen, como ya se puede apreciar en partidos como Islam, existente en Bélgica, o con los turcos que apoyan a Erdogan, en Alemania.