Opinión

Intelectuales y política

Unamuno en la antigua plaza de toros de las Ventas en 1917. Foto: Archivo histórico provincial de Guadalajara / Exposición 'Unamuno y la política. De la pluma a la palabra' en la Biblioteca Nacional de España

Unamuno en la antigua plaza de toros de las Ventas en 1917. Foto: Archivo histórico provincial de Guadalajara / Exposición 'Unamuno y la política. De la pluma a la palabra' en la Biblioteca Nacional de España

¿Entrada de intelectuales en la política? No, gracias

Leo artículos y escucho tertulias que piden la entrada de los intelectuales en la política española. Para redimirla. Tercera España; o Cuarta, ya no sé. Proclaman esos periodistas que el actual Parlamento español, también los autonómicos y municipales, son asiento de logreros, cuando no de ladrones.

Prosiguen afirmando que antes había "otro nivel". Por ejemplo, en la Transición. Contémplense imágenes de ambas Cámaras de aquel tiempo a la vez cercano y lejano: señores trajeados; muy pocas señoras y con vestimenta "decente". Pero vestir con decoro, aunque virtuoso, es insuficiente. No comparto esa exaltación del pasado. Si la historia sirve para algo, aquí va mi sucinto repaso.

Desde Pitágoras y Platón, ¡qué largo registro de pensadores cuya entrada en la política se saldó con un rotundo y, a veces, trágico fracaso! Nos ceñiremos a unos pocos de la España de los días colmados de convulsiones, pero también preñados de esperanzas, de la II República, que al final desembocaron en la tragedia de la guerra civil. Una militarada con apoyo financiero, digan lo que digan presuntos historiadores.

Aquellos intelectuales creyeron que podían imprimir una tonalidad de liberalismo moderno (no el viciado del turno entre liberales y conservadores de la Restauración) para la lenta solución de seculares problemas españoles (analfabetismo, caciquismo, latifundismo, miseria, influencia omnipresente de la Iglesia, ejército con pretensiones de intromisión en la política, etcétera). Era la España de la burguesía y nobleza, en doloroso claroscuro con la de quienes calzaban alpargatas y vestían descamisados, gran mayoría. Entre ambas, una escasa clase media.

Tras el entusiasmo inicial, incluso de no pocos monárquicos, pronto se llegó al célebre "no es eso, no es eso" orteguiano, reflejo del cansancio de los intelectuales-políticos según comprobaban que el intento de estampar su impronta pedagógica en la política española caía en saco roto. Es decir, que una República burguesa guiada por sus ideas no era traspasable del aséptico tablero al ágora.

Tarde ya. Cansancio y, seguidamente, pánico: Hannibal ad portas (el miedo a la revolución).

Traigo aquí cuatro figuras torales: Unamuno y el trío de ases de la "Agrupación al Servicio de la República": Ortega y Gasset, Marañón y Pérez de Ayala. Buenas cartas, en principio, para disfrutar de una partida sosegada. Pero de sosiego y ecuanimidad estuvo huérfano aquel tiempo. Seguramente, porque la lastimosa situación de millones de españoles hizo imposible la templanza. Quienes padecen hambre no se contentan con esperar las viandas que unos señores les prometen que podrán comer en el futuro. El hambre exige apremiante satisfacción. No sorprende que los hambrientos de pan y justicia tuvieran prisa, urgencia que pronto fue sinónima de tea incendiaria.

Extraña que personajes de tan fina fibra intelectual como los citados Unamuno, Ortega, Marañón y Pérez de Ayala se condujeran como unos inexpertos jóvenes lanzados a ahormar la sociedad con arreglo a su conocimiento socio-psicológico del pueblo español. Ninguno era joven el 14 de abril de 1931: el abuelo, Unamuno, 66 años; Pérez de Ayala, 50; Ortega, casi 48; Marañón, cerca de 44.

El caso del abuelo es el más llamativo: foralista e incluso, me atrevo a decir, bizkaitarra en su mocedad, pasa después a un socialismo (1890-93) poco o nada marxista, marcado por un deje anarquizante y utópico. Luego vira hacia el liberalismo. Como los otros tres, al constatar el giro incendiario que va tomando la II República, recula, y en 1936 acepta el Alzamiento. En cuestión de semanas toma cuenta de su carácter reaccionario a machamartillo, se arrepiente, y termina en arresto domiciliario en Salamanca, donde muere el último día del año más trágico (1936). Para mí, de tristeza.

De lectura conmovedora visto lo que pasó meses después, cito una brevísima carta que le envía el impenitente optimista Marañón, Año Nuevo del 36:

"Mi querido Don Miguel. Le deseo un año 36 muy feliz. ¡Lo será! Todos los chicos le saludan con el mismo cariño de su devoto Gregorio Marañón". Uf.

Tenemos, por lo tanto, que el bilbaíno quedó sobrecogido ante la naturaleza reaccionaria del franquismo. Los otros tres, horrorizados por los desmanes de milicianos y sindicalistas republicanos, pasaron de "padres espirituales de la República" a sentirse estafados. A Marañón se lo llamó "partero de la República". Respondió tiempo después que siempre había sentido escaso interés por la ginecología.

El destino común de todos ellos: acabar siendo zarandeados desde ambos lados del tajo cainita.

Con tales antecedentes, no creo exagerado afirmar que un posible futuro encaje de los intelectuales en nuestra política no sería receta lenitiva para "la enferma", España. Pero de aquella sociedad a la actual va un mundo. Si se intentara otra vez y, por fin, milagrosamente, resultara, olé.