El mausoleo de Cristobal Colón en la Catedral de Sevilla.

El mausoleo de Cristobal Colón en la Catedral de Sevilla. E. E. Sevilla

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Las venas abiertas de España

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«Oíd, mortales, el grito sagrado».

Estas son las palabras que dan comienzo al himno de Argentina. Este apéndice austral del Imperio español, cuya historia está atravesada por la misma savia que la de la propia nación ibérica, supo captar de forma precisa el sentimiento que quería transmitir. Argentina se revela en el canto como un país etéreo y alejado de la temporalidad. Augustamente, se establece una contraposición entre el país y los mortales a los que el grito va dirigido. Este despliegue de omnipotencia nacional está bien como alarde, pero ¿son los países verdaderamente imperecederos, o son, por el contrario, tan vulnerables a las enfermedades sociales, políticas y económicas como cualquier mortal?

España aparece como diáfano caso práctico.

La piel de toro tiene muchos problemas en su funcionamiento político. Uno de los cuales queda representado en el hecho de que sus políticos repudian la historia de España y actúan de forma continuada como obstáculos en las relaciones diplomáticas del país. Esta circunstancia se da con las fuerzas políticas de la izquierda posmoderna. Mientras el PSOE (autoproclamado, cual Napoleón psicopatizado y venido a menos, partido de Estado) pone la otra mejilla y pasa de puntillas por cualquier asunto que implique la reivindicación del papel histórico del país o la expresión de un sucinto orgullo nacional, formaciones como Podemos lucen desacomplejadamente un rechazo frontal hacia cualquier vindicación del papel que España desempeñó en el transcurso de la historia.

Esta situación no implicaría un gran problema a priori. Al final, en un sistema democrático puede existir la disparidad de opiniones hacia temas tan poco claros moralmente como la actuación pasada de un imperio. No obstante, lo que supone un óbice para España no es la discrepancia, sino el resentimiento y la irracionalidad que supura la postura de la izquierda española. Por su parte, no se pretende realizar un diagnóstico imparcial y exento de sesgos del pasado de España, sino que se compra, sin que medie cuestionamiento alguno, la versión de los que califican al Imperio español como una fuerza genocida y cruel. Desde el punto de vista de gran parte de la política española (lo que incluye, por desgracia, un sector nada despreciable del electorado), el odio enmascarado y la endofobia que sienten por su propio país les ciega a la hora de realizar un análisis que valore, mínimamente, la verdad de los hechos.

Esta verdad debe contemplar datos históricos como los siguientes. El Imperio español optó por una política de anexión de territorios muy diferente a aquella de los imperios europeos coetáneos y posteriores; la institución de los virreinatos elevó los territorios de la América hispana con respecto al estatus de colonia (poseedor de un cariz de explotación y subyugación a la metrópolis) y solventó problemas como el de la nacionalidad, facultando que todo ciudadano nacido en el imperio fuera tan ciudadano como alguien nacido en la España peninsular. Del mismo modo, la inversión del imperio en América fue extraordinariamente notable, engendrando hospitales, universidades y centros culturales que, sin duda, emulaban en estilo y cuidado aquellos construidos en el continente castellano.

También son ubérrimos los mitos sobre la conquista de América. Básteme mencionar que la conquista de amplios territorios no podría haberse hecho sin la ayuda inestimable de las propias poblaciones indígenas, hartas de los abusos de los imperios locales.

La historia no es una lucha angélica entre querubines y demonios, no es una dicotómica pugna entre el bien y el mal. La propaganda, en cambio, sí lo es. De hecho, ha demostrado erigirse como el mayor veneno de la historia de España. Una cosa es crear una propaganda eficaz que todos tus aliados compren (lo cual es fácil) y otra muy distinta (que sí posee cierto mérito) es dar a luz una tan excelente que compren hasta tus propios enemigos. España, en sus venas y en su política, siente el veneno de una propaganda que una parte de ella, por endofobia, estupidez o cinismo, ha consumido.

España quiso ganarse el cielo de la historia estableciendo un imperio guiado por ciertos códigos morales incuestionables desde un punto de vista historiográfico y que representaron una anomalía con respecto al modus operandi de los imperios de su época. Con estos gestos, pareciera que la católica nación ibérica buscaba la inmortalidad. No obstante, las enfermedades políticas y propagandísticas de sus enemigos internos y externos la han dejado mermada y al filo de la muerte.

Si los mortales no escuchan su grito sagrado, su destino estará, como el de cualquier hombre, bajo tierra.

Viva España, viva su historia.

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