Veo con estupor cómo, a medida que pasan los días, las consecuencias humanas y materiales de la mayor catástrofe natural del siglo en nuestro país van pasando a un segundo plano conforme aumenta el ansia de políticos y medios de comunicación por monetizar la desgracia y hacer girar el debate en torno a una órbita de crispación y enfrentamiento, gracias a la cual se piensan eximidos de su función y tratan de paso de mantener en su pedestal una imagen pública presuntuosa y enaltecida a fuerza, como digo, de intoxicar la convivencia social.
Negligencia tras negligencia, el Estado se ha puesto a sí mismo en evidencia durante los últimos días. Respuestas tardías y decisiones embriagadas de pusilanimidad han hecho que toda una maquinaria institucional que se presume grandiosa, eficaz y servicial haya gripado a la hora de reaccionar ante un temporal de semejante magnitud. Y la sociedad civil ha sido, por enésima vez en pocos años, espectadora directa de otra muestra grotesca del déficit y bajeza moral de nuestro acomodado y caduco sistema político.
Los vecinos de los municipios más afectados por esta gota fría se vieron abandonados a su suerte y abocados a la desgracia después de haberlo perdido todo, y probablemente en más de un caso habrá brotado un sentimiento de rabia y rechazo al ver a dirigentes, tertulianos y opinadores de barra de bar anteponer la elaboración de un relato obediente y acorde a su compromiso ideológico al bienestar y la seguridad de toda una comunidad. Esos mismos vecinos, a la vez que intentan recomponer los escombros de sus calles, ven que ha tomado menos tiempo detener al hombre que le dio un escobazo a la luna trasera del coche del presidente del Gobierno que desplegar a tiempo los medios de ayuda necesarios sobre las zonas devastadas por la DANA. Y eso, déjenme que les diga, genera grietas emocionales que acaban tarde o temprano por destrozar la vasija de la paciencia.
"Solo el pueblo salva al pueblo" es un eslogan que se recita mucho estos días. Una aseveración con aroma revolucionario que ya se ha sentido en otros momentos de la historia y cuyas consecuencias no han sido precisamente pacíficas. Tiempos pasados en los que, como sucede hoy, se produjo una mezcla de hartazgo social y pesimismo que fue fraguando poco a poco hasta conformar una desafección política sólida gracias, entre otras cosas, a las muchas ocupaciones de los mandatarios de turno que nada tenían que ver con los problemas reales que afrontaba la sociedad.
Afirmar que el pueblo se salva a sí mismo es una verdad parcial y peligrosa. La realidad —casi utópica— es que, en un sistema como el nuestro, el pueblo paga impuestos para que el Estado sea garante de su seguridad y bienestar. En lugar de eso, llegada la hora de la verdad el pueblo se encuentra de frente ante una bestia burócrata, hiperreguladora e improductiva que no es capaz ni de conocer cuáles son los medios de los que dispone para enfrentar una adversidad climatológica. En lugar de unas instituciones al servicio del pueblo, encontramos a cientos de personas, ya sean jóvenes, jubilados, mujeres, hombres y demás que se dirigieron sin dudarlo ni un momento a arrimar el hombro allí donde los refuerzos tardaron en llegar. En lugar de una clase política responsable, encontramos a los gestores de la maraña institucional tratar de salvar los muebles y lanzarse ataques encubiertos a través de filtraciones hechas a medios de comunicación parciales y sedientos de sensacionalismo barato, que, tendenciosos, no dudan ni un momento en apretar el gatillo semántico contra los que consideran el enemigo.
Cabría preguntarse, con relación a los párrafos anteriores, algo que, aunque extraño, viene a cuento: ¿Por qué ha ganado un tipo como Donald Trump las elecciones en EEUU? Pues es más sencillo de entender de lo que parece, y tiene que ver con el sentimiento que los españoles —y Occidente en general— llevamos tiempo experimentando. Un ciudadano que se levanta a diario, trabaja, cumple con sus obligaciones fiscales, trata de llevar una vida lo más honrada posible y cuya principal preocupación es la situación económica ve cómo el Estado, en lugar de facilitar su paso por este mundo, se aleja de él y se centra más en labrar políticas nada pragmáticas y cuya esterilidad dialéctica es directamente proporcional al marketing y publicidad recibidos a cambio. Ese ciudadano medio se acaba dando cuenta, cuando acontecen los problemas de verdad, de que los políticos a los que confió su voto son en realidad psicópatas carentes de convicciones que no saben hacer otra cosa más que recitar el pseudoideario woke de memoria para no ser cancelados y seguir sobreviviendo el tiempo que se pueda, parafraseando todos un discurso que de lo único de lo que puede enorgullecerse es de ser cada vez más identitario.
Y así, a golpe de cheques políticos posmodernistas, se enfangan instituciones, aulas, casas y día a día de ciudadanos humildes que solo quieren vivir con dignidad en un Estado de bienestar seriamente amenazado y antiigualitario. He aquí uno de los principales motivos del desapego que poco a poco nos hacen sentir desde la clase política. Sentimiento que legitima a salvapatrias como Donald Trump para desenfundar formas "rompedoras" de gestión que inoculan una falseada esperanza en el pueblo llano, pero que lo único que auguran es aislacionismo, inestabilidad y más desigualdad.
La culpa de este futuro tan incierto que se nos avecina en Occidente será, sin duda alguna, de aquellos que durante años se han nutrido de lo público sin haberse planteado ni un momento tener el coraje de diagnosticar a una sociedad hastiada, remangarse y ponerse manos a la obra para reanimarla.