Nadal, durante la primera ronda de Wimbledon.

Nadal, durante la primera ronda de Wimbledon. Toby Melville Reuters

Tras la bola

No hay milagros para nadie

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Un profesor de filosofía, que también ejercía como jefe de estudios en un conocido colegio de Sevilla, le dijo a mi madre en primero de Bachillerato que su hijo era un vago y que difícilmente lograría alcanzar el objetivo que se había marcado. Sin entrar en más detalles, que tampoco vienen al caso en este momento, esa fue la justificación que utilizó para dejarme sin plaza el curso siguiente tras suspender varias asignaturas, negándome la posibilidad de repetir en ese colegio y obligándome a cambiarme a otro con el consiguiente trastorno.

“Seguro que encontrará algo, nosotros no podemos hacer nada aquí”, fueron las palabras que pronunció a modo de despedida, mientras madre e hijo salíamos de su despacho con cara de incomprensión y asombro respectivamente, las que se que te quedan cuando te dicen que no tienes hueco porque eres un poco inútil.

El 10 de enero de este año, más de una década después de aquello y recién llegado a Melbourne de Brisbane para cubrir otro Abierto de Australia, mi parte favorita de la temporada, recibí un mensaje privado por Instagram de una cuenta que hasta entonces no seguía, y que reproduzco a continuación sin pedir permiso, pero con la certeza de que su destinataria lo entenderá y no se lo tomará mal.

“¡Hola Rafa! ¿Te acuerdas de mí? Soy tu compi de delante en Bachillerato. ¡No sabes lo que te admiro! Recuerdo que siempre decías: ‘yo quiero ser periodista deportivo y seguir a Nadal allá donde vaya’. ¡Cuando me topé con tus artículos en EL ESPAÑOL aluciné mucho! Eres lo que querías, digno de admiración. ¡Olé tú!”.

Después de muchos años sin saber nada de ella, perdido el contacto por la distancia, el mensaje me hizo mucha ilusión, como no podía ser de otra manera, y así se lo hice saber en mi respuesta, dándole las gracias por el detalle de escribirme y confesándole que sí, que había tenido suerte porque las cosas me iban bastante bien.

“¡Lo tuyo no es suerte! ¡Es perseguir lo que quieres! ¡Admirable!”, respondió inmediatamente, antes de intercambiarnos los teléfonos para tener una vía de comunicación más directa en el futuro.

Los que me conocen bien lo saben de sobra. No me gusta hablar de mí porque me enseñaron que el periodista jamás es noticia y que debe permanecer siempre en un segundo plano. Así seguirá siendo en mi caso, pero a fin de cuentas este es un blog tan personal como intrascendente, porque lo verdaderamente importante se encuentra en las páginas principales del periódico, o en las de tenis si el lector quiere olvidarse de los problemas un rato, y esta es una ocasión especial.

Los padres de un amigo cercano están muy preocupados porque su hija pequeña tiene que elegir el próximo año una carrera, y todo apunta hacia el periodismo. La niña, según cuentan ellos, se ha pasado gran parte de su infancia utilizando un bote de Nenuco como micrófono improvisado para hacer directos en cualquier lugar de la casa, ha hecho sus pinitos replicando el tono de los informativos de la radio y desde hace un tiempo escribe en un blog privado crónicas políticas, imagino que aprovechando lo calmado que está ese panorama en nuestro país.

Esos padres están asustados. Tienen los oídos saturados de mensajes preocupantes, mensajes que avisan de lo difícil que está el oficio, mensajes que recuerdan lo complicado que es llegar y mensajes que sugieren tomar otra dirección laboral, algo para poder ganarse la vida sin tener que ir con la lengua fuera los últimos 15 días del mes, o quizás los últimos 20.

Son los mensajes que están en cualquier reunión de amigos que cursan distintas carreras, y entre los que hay algún estudiante de periodismo, los mensajes que pululan por la Facultad de Comunicación de las ciudades españolas o los mensajes que se escuchan entre muchos periodistas que han caído en el desanimo por distintos motivos.

Son unos mensajes contra los que hay que pelear con fuerza, con toda la fuerza del mundo.

En este Wimbledon estoy cumpliendo mi Grand Slam número 22 como enviado especial. Aunque no lo parezca, llevar la cuenta de los torneos grandes (y pequeños) que he hecho no es ningún ejercicio de regodeo, es una manera de recordarme de dónde vengo, lo que me ha costado llegar hasta aquí y lo privilegiado que soy por vivir de algo que parecía imposible.

Por si alguna vez se me olvida, por si alguna vez me quejo más de la cuenta porque me da pereza tener que irme de casa o por si alguna vez no le digo a alguien que soy un afortunado cuando me pregunte por mi historia y por lo interesante de viajar detrás de los tenistas contando sus andanzas alrededor del mundo.

Para eso también utilizo las fotos.

En el momento de escribir esta entrada, tengo 66.258 en mi teléfono. Muchas, suficientes para empapelar un par de palacios, pero necesarias. Hay fotos de todos los rincones del mundo. Recuerdos de mi primera acreditación como periodista y de las más de 100 que vinieron después; de una entrevista con Nadal en la parte trasera de una furgoneta camino del aeropuerto Ciampino de Roma, de otra en su habitación del hotel Crown Towers de Melbourne, de otra en la recepción del Stamford Plaza de Brisbane y de otra más en la sala de prensa de la Laver Cup de Praga; de los amigos que hecho en esta aventura multicultural, de Andrea en Brisbane, Nick en Melbourne, Carles en Miami, Jaime en Montecarlo, Giovanni en Roma, Abel en Londres, Linda en Cinncinati o Ana en Singapur; o de la primera presentación en Madrid del libro que escribí con Antonio Arenas hace unos meses, y de las de Barcelona, Mallorca y Sevilla que me hicieron sentir una sensación tan agradable como desconocida.

En esa fotos hay recuerdos que valen oro para un coleccionista de postales que sigue fascinado con el skyline de cada ciudad a la que va, que le pide a su taxista de Doha que pare un segundo en The Corniche para ver si han construido rascacielos nuevos desde la última vez que estuvo y que se queda embobado con los reflejos de colores de los edificios de Singapur en el agua que rodea al imponente Marina Bay Sands. Recuerdos de los musicales de Nueva York en cada US Open, de los Miserables, el Día de la Marmota, Aladín o Mamma Mía! Recuerdos de la buena gente que ha ido sumándose, de los que aparecieron en este periódico, los que llegaron desde Onda Cero y los que han ido aterrizando luego para quedarse desde mil sitios distintos.

Pero sobre todo, en esas fotos hay recuerdos de felicidad, de un tipo que disfruta con lo que hace igual que al principio, pero con la ventaja de haber aprendido algo en el viaje. Recuerdos de un trabajo que fabrica canas y sonrisas a la vez. Recuerdos de una profesión que acaba inclinando la balanza hacia tu lado, dándote más que quitándote, y eso puedo asegurarlo con la mano en el corazón. En resumen, recuerdos de periodismo, de historias fascinantes que fueron escritas y de otras que se quedaron guardadas bajo llave, porque al final esa es la clave de todo, encontrar el equilibrio entre contar y callar.

Por eso, y así se lo he dicho a sus padres cuando me preguntaron mi opinión sin ser yo nadie para darla, lo mejor es que la niña que usaba el bote de Nenuco como micrófono estudie periodismo. Por mucho que le digan, por mucho miedo que le provoquen, por mucho que intenten quitarle la idea de la cabeza.

¿Por qué? Porque renunciar a ser feliz en el día a día no puede ser una buena idea, porque la vida puede durar 100 años o irse en un suspiro y porque tendrá hueco seguro.

Soy de los que creen que con trabajo, esfuerzo y perseverancia, en cantidades muy altas y sin perder la constancia, ya alcanza para abrirse paso entre los demás. Si además hay talento, ese intangible tan valioso, el naufragio es muy improbable. Y si encima aparece la suerte, aunque sea muy poquita, encontrar el centro de la diana está asegurado.

Eso sí, que los padres y la niña tengan algo muy presente: los milagros no existen para nadie, ni siquiera para los vagos.