Guy Ritchie hunde al Rey Arturo y a todos sus caballeros
El director convierte al Rey Arturo y a sus caballeros en la versión medievo de sus emblemáticos matones.
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Sobre el papel, una versión de la leyenda del Rey Arturo a cargo de Guy Ritchie podía tener su gracia (para sus enemigos, sospecho que ninguna). Básicamente porque, comulguemos más o menos con su estilo, es innegable que el cineasta suele llevarse a su terreno todo lo que coge. Pero el resultado es otra cosa. Rey Arturo: La leyenda de Excalibur es un pequeño cataclismo, una película donde las señas de identidad del autor de Snatch: Cerdos y diamantes (2000) están, sí, pero en una versión destartalada y paródica, algo terrible si se tiene en cuenta que su cine ya lleva implícito el elemento paródico; y, encima, donde esa cosa personal se ahoga en una cenagosa fantasía heroica.
En un momento en el que las lecturas posmodernas de clásicos, cuentos y mitos parecían (afortunadamente) superadas, el director inglés lleva al cine la leyenda artúrica con los códigos de su particular universo criminal. Su propuesta está fuera de tiempo, pero es innegable que ver al Rey Arturo y a sus caballeros convertidos en hampones y demás supervivientes de las calles y departir en el slang de los bajos fondos londinenses prometía. Como también tenía potencial una narración de la historia al puro estilo del autor, un Rey Arturo vertiginoso, fragmentado, histérico… Pero la realidad es que ni lo uno ni lo otro funcionan. Las poquísimas cosas que redimen tímidamente al filme son más de concepto que de praxis: la libertad y el descaro con los que Ritchie encara un material tantas veces revisado y el deseo de ser fiel a su universo y a su estilo.
La conversión de los personajes en la versión medieval de los compadres criminales de Lock & Stock (1998) o RocknRolla (2008) no funciona por ningún lado, resulta forzada. Ni Arturo (Charlie Hunnam) ni sus colegas tienen el carisma y la maravillosa verborrea de los mejores personajes de Ritchie, que esta vez firma el guión con Joby Harold y Lionel Wigram. A sus batallas dialécticas, uno de los puntos fuertes de las películas del director, les falta agilidad, ingenio y, sobre todo, gracia. Es una jugada bien pensada pero mal ejecutada, uno de los muchos desaciertos de una película tan obtusa en lo narrativo como en lo formal.
Rey Arturo: La leyenda de Excalibur es un descuadre, un amasijo inasible y más bien feo de géneros, referencias, estilos, personajes fantásticos y destartalados efectos visuales. Y, soportando el peso, una estructura endeble y temblorosa, un guión sin consistencia, sin pies ni cabeza. Es tentador amar (sin ironía) el filme de Ritchie porque, indiscutiblemente, va por libre, quererlo por su naturaleza de blockbuster atípico y condenado al malditismo. Incluso si el objetivo era convertir al Rey Arturo en superhéroe, el resultado es una extravagancia. Pero realmente lo pone muy difícil.
Reyes con o sin trono, caballeros, hechiceras, elefantes gigantes y demás criaturas grotescas conviven a codazos en una película que es puro horror vacui sin encanto. Las cosas suceden porque sí, los planos están saturados de CGI, elementos físicos y ruido, los actores no saben muy bien dónde están y las escenas de acción (con un prólogo práctica e involuntariamente abstracto como presentación) son confusas. La sensación es la de estar ante un filme dirigido en la sala de montaje: no hay escena en Rey Arturo: La leyenda de Excalibur que parezca planificada en set, o secuencia de acción más o menos pensada antes de rodarla. Esta vez, el montaje loco de Ritchie tiene más de intento de salvar los muebles que de seña de identidad.