Racista, machista y falso revolucionario: el fraude de Godard
Michel Hazanavicius retrata en 'Mal genio' las rarezas y obsesiones del cineasta mimado de la Nouvelle Vague, su romance con Anne Wiazemsky y todos los puentes que rompió en su radicalización maoísta.
En Jean-Luc Godard es difícil diferenciar lo ridículo y lo sublime, ahí danzando como loco en sus poemas fílmicos, en esas películas desaprendidas que querían despojarse del cine para ser la osamenta de la revolución, pero -qué cosas-, todo el mundo dice entenderle como si le hubiera parido, igual que todo el mundo finge haber leído En busca del tiempo perdido de Proust o La broma infinita de David Foster Wallace. Esas mentirijillas en favor del caché cultural. Movidas de modernos incapaces de consumir la obra de un vivo; dramas de niños indie empeñados en fortalecer la córnea de ese ojo de la nuca.
Para qué vamos a hablar de la Nouvelle Vague y sus dinosaurios: son carne de cañón para los feligreses hambrientos. Y es normal, porque Godard es como un amor insoportable, carismático y agotador, dogmático y radical, socialmente engorroso, torpe, violento y tierno, hipócrita y lúcido, alguien por quien pillarse diez minutos o diez años antes de darle una patada adulta, parecida a la que se le da a un juguete predilecto del que hay que desprenderse para no dejarse aplastar por su reconcentrada intensidad de símbolo.
Nada de amor: revolución
No hay que perderse el retrato cómico -a veces hasta paródico- que le hace Michel Hazanavicius, director de The artist, en Le redoutable (Mal genio), un filme basado más bien libremente en el libro Un año ajetreado, de Anne Wiazemsky, donde la segunda esposa de Godard cuenta lo chungo que es convivir con la neurosis, la vanguardia y la insurrección en pleno proceso creativo. Después de una experiencia así, uno tiene que tomarse toda la vida de vacaciones. Anne (Stacy Martin) decía, al principio de la película, que tenía la suerte de admirar al hombre al que amaba -no estaba sola: lo adoraban hasta los Beatles-, pero él no tenía tiempo para sentimentalidades porque andaba intelectualizando un motín y rompiendo las gafas cada dos por tres. Esto es mayo del 68.
Estaba muy equivocado, Godard -aquí un fascinante Louis Garrel, que, recordemos, saltó al estrellato con otro filme sobre el mismo momento histórico, Soñadores, de Bertolucci-: la revolución del 68 fue puramente emocional y no contó con todo el pueblo, muy a su pesar, porque el caballero andaba bien obsesionado con el proletariado -"¡y eso que no lo conoces!", le increpaban sus colegas- y con la inclusión de la policía en las protestas.
Debajo de los adoquines estaba la playa y Godard quería matar a Godard, recién estrenada La Chinoise, para hacer cine político. Sin embargo, le costaba renunciar al éxito y al calor de los espectadores, que siempre que se lo encontraban en las manifestaciones le recordaban cuánto les había gustado Al final de la escapada. Él fruncía el ceño, contrariado.
Godard vivía entre la militancia maoísta y la arrogancia intelectual. Aseguraba que quería escuchar a los demás, pero en realidad -qué dolor para un colectivista- le interesaba mucho más lo que tenía que contar él mismo. Decía que nos han obligado a creer que la política es zapato derecho o zapato izquierdo, pero que Francia quería ir descalza. Decía que los judíos eran los nuevos nazis y era abucheado por sus camaradas en los mítines. Decía que lo importante de las revueltas estudiantiles no eran los estudiantes, sino las revueltas, pero los chicos le odiaban y le recriminaban que él era parte de la sociedad de consumo, que servía al sistema con sus películas.
Entre el cine y la política, la política
Jean-Luc insistió en su proceso de radicalización sacudiéndose contradicciones y sacrificándolo todo a su paso: sus amigos, su amor, los adeptos fieles a su trabajo, volviéndose un ser cruel y despectivo, agresivo con aquellos que le expresaban admiración. Como incomprendido, resulta encantador.
Ese año, el Festival de Cannes fue suspendido por la interrupción de proyecciones liderada por Godard, acompañado de Truffaut, Polanski y otros cineastas, en apoyo al movimiento estudiantil y obrero. Acabó rodando Pravda en Checoslovaquia, una película en la que todos los miembros del equipo decidían cada mañana, en asamblea democrática, lo que debía grabar el director. Él a disgusto, claro, porque en realidad pensaba que la gente era estúpida y no tenía ni idea de hacer cine; pero, entre cine y política, eligió política.
Todos esos vaivenes los padeció Anne, consiguiendo que se fuese erosionando su amor. Da la sensación, viendo la película, de que él experimentaba cierto desdén intelectual hacia su esposa: la ignoraba en las fiestas, la daba por supuesta y se hundía en largas diatribas con otros asistentes, marginándola, pero, eso sí, en cuanto ella charlaba con alguien, Godard montaba en cólera y liaba un cirio de pasión y celos. En una de esas ocasiones, dijo que sentía que Anne era una suerte de globo preparado para volar, y que creía que podía partir en cualquier momento.
No le faltaba razón a Godard, y bien es cierto que él hizo lo posible por alimentar estas ganas de huir: le puso impedimentos para que ella filmase una película con otro director, no le consintió actuar desnuda y acabó visitando el lugar de rodaje para montarle escenitas de novio insoportable y preguntarle que con cuántos de sus compañeros se había acostado. En ese viaje intentó suicidarse. Y en ese viaje, ella dejó de quererle para siempre. Lo decía él mismo, encogiéndose de hombros: “Así es la vida a bordo de El Temible”.