Lo mejor que se puede decir del remake de Suspiria que ha hecho Luca Guadagnino es que seguramente a Dario Argento le encantará. Por excesiva, libre, sin complejos y sin miedo a meterse en mil fregados de los que es difícil salir. El director de Call me by your name se lanza sin red para adaptar algo inadaptable. Él lo sabe, y por eso dejó claro desde el inicio del proyecto que la idea era trasladar lo que él sintió cuando disfrutó por primera vez la obra maestra de Argento.
Eso hay que subrayarlo, porque la Suspiria de Guadagnino se parece a la original como un huevo a una castaña. Coge la esencia de la trama, esas brujas en una escuela de danza, y los nombres de las protagonistas para volar por su cuenta, para hacer lo que le da la real gana. Aquí (y en unos cuantos guiños contados) se acaba la unión con la original. Ha cogido las piezas del puzzle y lo ha remontado como ha querido hasta conseguir una película que quiere ir siempre en otra dirección.
Lo que en 1977 era simpleza narrativa y recargamiento estético, colores vivos, música constante y atronadora para hacer que todo pareciera amenazante y un barroquismo extremo, aquí se vuelve lo contrario. Este Suspiria es una experiencia sensorial que deja al espectador agotado y sin saber bien qué pensar horas después de haber terminado. A ratos es magistral, por momentos absurda y excesiva, pero siempre libérrima, personal y arriesgada hasta las ultimas consecuencias.
Si Guadagnino hubiera calcado la apuesta estética de Argento hubiera sido una parodia, y él es tan consciente que lleva a cabo una contención casi impropia de su estilo como realizador. Lo ampuloso de Yo soy el amor o Cegados por el sol se vuelve aquí hasta sobrio. Construye su terror con una puesta en escena que apuesta por lo frío y los colores grises y apagados, muy en la línea del contexto histórico que ha usado y que explota en una trama completamente nueva y con la que pretende dar profundidad al relato.
Porque aquí lo que importa realmente -aunque él se esfuerce en lo contrario- son las brujas, saber qué pasa con Helena Markos, con esa compañía de ballet que parece endemoniada y con esas pobres jovencitas que no se sabe si tienen alucinaciones o están sintiendo el mal en sus carnes. Guadagnino cambia toda la trama. Desvela el misterio desde el principio y lo complica añadiendo capas que pretenden enriquecer el filme, aunque a veces sea de manera forzada. La protagonista ahora tiene un pasado de suma importancia. Su relación con la dueña de la compañía (imponente como siempre Tilda Swinton) es mucho más compleja y la resolución no tiene nada que ver.
Poco a poco el director se va desmelenando. Lo hace por primera vez con una muerte gore con la que la gente abandonó la sala. Es lo que se esperaba, y es innegable la maestría con la que Guadagnino ha dirigido los fogonazos macabros de su obra, siempre vinculados a la danza, al poder del arte, que aquí se convierte en un poder literal y físico. Como siempre la ambición puede a Guadagnino, que aquí quiere hablar de la maternidad, de lo femenino, del castigo a los hombres y hasta del perdón, sin que ninguno de los temas llegue a solidificar. Vuelve a pecar de pretencioso y de falsa profundidad, algo que se explicita en la trama sobre la culpa nazi con un personaje con el que encima juegan a despistar al espectador.
El psicólogo que supuestamente interpreta el desconocido Lutz Ebersdorf (tan desconocido que no hay registro de él en todo internet), no es más que Tilda Swinton caracterizada y llevando la broma hasta el final. Ellos lo niegan, y hasta han traído una carta del supuesto actor lamentando no estar en Venecia con todo el equipo encabezado por Guadagnino que ha definido su versión como “una película sobre lo terrible de las relaciones entre personas, lo terrible de lo femenino y lo terrible de la historia". Si todo de por sí era loco y libre, Guadagnino se entrega al exceso en un sangriento clímax final que es puro delirio kitsch. Tan autoconsciente que roza lo paródico. Sólo podía ser así.