En esa irrefrenable huída de uno mismo en la búsqueda del origen en el que descansar, se asoma una al egocéntrico pero vital acto de conversar con el 'yo' que aún nos necesita, el que en estado puro permanece alejado del ruido mediático y del sinsentido que nos rodea.
"¿Se han parecido, pues, todos los siglos al nuestro? ¿Ha tenido siempre el hombre ante sus ojos, como en nuestros días, un mundo donde nada concuerda, donde la virtud carece de ingenio y el genio de honor; donde el amor al orden se confunde con el amor a los tiranos y el culto santo de la libertad con el desprecio hacia las leyes; donde la conciencia no arroja más que una dudosa claridad sobre las acciones humanas, donde ya nada parece prohibido, ni permitido, ni honrado, ni vergonzoso, ni verdadero ni falso?"
Las reflexiones del pensador y jurista Alexis de Tocqueville, que dudo mucho tengan hueco en las aulas de hoy donde se penaliza el pensamiento por encima de las emociones (paso previo para eliminar tu capacidad de discernir y poder estar sometido a lo que te digan que es lo correcto), parecieran salidas de cualquier ensayo filosófico de cierta enjundia de ayer mismo. Pero son del siglo XIX.
En ocasiones cuesta creer que se adopten medidas tan contrarias a valores universales de justicia y ética. Parámetros, que diría aquélla.
¿Vivimos en un mundo enloquecido hoy, o lo estuvo siempre? ¿En qué se diferencia el apoyo popular de unos (y el silencio cómplice del resto) que tuvo en su día Hitler cuando comenzó acosando a los judíos, y viendo que nadie hacía nada, siguió dando pasos hasta acabar asesinándolos, con el que hoy en día tienen quienes homenajean a asesinos que acabaron a tiros con ciudadanos españoles por no pensar igual que ellos?
Nos echamos las manos a la cabeza viendo cómo el presidente Pedro Sánchez ha dejado a la altura del betún (con permiso de los talibanes ideológicos del lenguaje) las líneas rojas de Carmen Calvo, y compartimos el escarnio e impotencia de las víctimas frente a la impunidad de sus verdugos.
El pésame del presidente a Bildu en el Congreso por el suicidio de un etarra dejó las vergüenzas del sistema al desnudo. Por cierto: once personas se suicidan al día en España. Casi 4.000 al año. Parece que pertenecer a ETA lo conmueve más a uno. Tiene bemoles la cosa.
Uno acaba concluyendo que basta con mantener una posición durante el tiempo suficiente, para que se diluya en el tiempo que los demás podamos ir a su génesis y diferenciar el bien del mal. Porque el bien y el mal, no son relativos. El relativismo nos conduce a la anarquía, a la falta de normas con las que convivir y a la ausencia de ética que nos permita respirar.
A Hitler también le funcionó este relativismo. Hasta que creyó que Alemania podía ser toda Europa y hubo un señor llamado Churchill que, contra viento y marea, entendió que sólo cabía hacerle frente al del bigote. Sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas.
A veces es complicado entender qué le puede llevar a un ciudadano a abandonar el más mínimo sentido común en pro de las soflamas del político con el que comparte ideología. ¿Hay alquien ahí fuera que pueda defender que se le conceda la libertad a un asesino y violador, en contra de los informes técnicos, decisión tras la cual asesine a un pobre crío de nueve años?
¿De verdad nos parece juicioso pasar de exigir los mismos derechos, a querer que un sexo tenga más derechos que el otro? ¿Piensas diferente si eres mujer, por si pueda beneficiarte algún día? Es el silencio que nace de la falta de ética. La que escribía Savater para Amador, y la que nace de la conciencia.
Asisto atónita a quienes encuentran una salida a la encerrona de la evidencia, otorgando a quienes nos gobiernan una absolución moral y por ende política que sólo confirma que las mentes están secuestradas por la ideología. A ambos lados.
Es tal la sarna ideológica, que se ha comido la piel que recubría nuestras dudas. Así, nuestro cerebro pone en cuarentena cualquier información publicada por "los otros" que afecte a aquellos gobernantes que consideramos piensan como nosotros (cosa que nunca ocurre), y se cree sin resquicio alguno para la duda todo lo malo que digan "los nuestros" de "los otros". Y así construimos la verdad. Y la mentira. Lejos de la razón.
Decía Ortega, para quienes los de derechas creen que era un poco rojo, y los de izquierdas que no lo fue suficiente, que ser de derechas o de izquierdas era poco más o menos que un modo de hemiplejía más.
A Ortega simplemente hay que asomarse para recuperar la cordura del sentido común. Del pensamiento libre. De la razón. Sería increíble poder vivir, simplemente, exigiendo una gestión honrada y con sentido común a quienes nos gobiernan, importándonos un bledo si leen a Brecht, a Chomsky o a Santa Teresa de Jesús.
Y así andamos. En pleno siglo XIX. Cada cual encuentra su razonamiento perfecto para justificar "a los suyos". Mientras, el mundo gira y la falta de decisiones acertadas deja por el camino un reguero de inocentes, víctimas de un sistema creado por y para prostituir la soberanía nacional: ya no somos nosotros quienes les decimos qué tienen que hacer. Son ellos quienes imponen sus decisiones según les convenga, alejadas de lo que prometieron en sus programas electorales.
Hay un ejercicio muy próximo a llevar a nuestra libertad de pensamiento a un gimnasio: cambiar el nombre al "culpable" del titular, por uno "del otro lado". Si nos sigue pareciendo mal, es que probablemente lo sea.
A una le habría gustado haberles podido escribir como David Mejía o como lo hacía el bueno de Gistau, pero me van a disculpar la torpeza.