Una pandemia, la inflación más alta de los últimos 30 años, una guerra en Europa y una huelga de transportistas que ha obligado a parar a la industria y siembra el pánico entre los consumidores que vacían de los alimentos básicos los supermercados. El cóctel parece sacado del guión de una película de suspense, pero está sucediendo. Y todo a la vez.
Desde la caída de Lehman Brothers, que marcó el comienzo de la crisis de 2008, no se vivía una situación así. Iveco, Michelin y Renault en Valladolid (y ésta última además en Palencia); Danone, Calvo, Estrella Galicia, Lentejas Luengo en León, Cuétara... Todas ellas han anunciado paradas en sus fábricas por la situación extrema derivada de la huelga de transportistas y que podría producir un colapso en cuestión de días.
En apenas 24 horas, Michelin anunciaba para su planta de Valladolid un paro de la producción de forma total o parcial en cinco líneas este fin de semana y el 2 de abril; la planta de Nissan en Ávila ha advertido de que si continúa la huelga de transportes también tendrá que parar, la italiana Iveco también se ha sumado a detener la producción de su planta de Valladolid por la falta de componentes, y Renault informó de que suprimía el medio turno en una de sus líneas por la caída de la demanda de los diésel, tras haber tenido que parar su producción tanto en Valladolid como en Palencia durante dos días. Horas más tarde anunciaba que ampliaba el paro de la fabricación dos días más.
Los acontecimientos se suceden vertiginosamente y el tejido industrial ha sido un clamor para que el Gobierno anunciara medidas que permitieran que se desconvocara una huelga de transportes que, por el momento, sigue adelante a pesar del acuerdo alcanzado en la madrugada de hoy y tras catorce horas de negociación, entre el Gobierno y el Comité Nacional del Transporte por Carretera.
El efecto dominó de la huelga de transportes
Los transportistas ya desconvocaron en diciembre del año pasado una huelga prevista para Navidad tras llegar a un acuerdo con el Gobierno para mejorar sus condiciones laborales. Unos acuerdos que quedaron firmados en un papel y que no se trasladaron posteriormente a la realidad.
El precio del barril de petróleo ha crecido casi un 21% de febrero a marzo de este año. La Plataforma en Defensa del Sector del Transporte (agrupa a autónomos y pymes) decidió convocar una huelga indefinida el pasado 14 de marzo en toda España para presionar al Gobierno de Pedro Sánchez a que redujera la presión fiscal sobre los carburantes mientras el Ejecutivo intentaba negociar con la CNTC (Comité Nacional del Transporte por Carretera).
La huelga pasó de convencer a unas decenas de camioneros, a conseguir que se sumaran las principales asociaciones de transportistas de toda España y de Castilla y León tras no obtener del Ministerio una rebaja directa en el IVA y en el Impuesto de Hidrocarburos.
El resultado se ha dejado ver como un goteo constante y cada vez mayor: faltan leche y otros productos de primera necesidad en muchos supermercados, los ganaderos tienen problemas para comprar el pienso con el que alimentar a sus animales y las empresas han dejado de recibir los insumos necesarios para poner en el mercado sus productos.
El siguiente escenario, si efectivamente la plataforma convocante de la huelga continúa con este paro, es una nueva lluvia de ERTEs, empresas cerradas, incremento del desempleo y un desplome de la recaudación. Y todo ello, además, sin saber cuánto durará la guerra en Ucrania que afecta de manera inevitable a todas las economías de mercado, especialmente a las de EEUU y Europa.
El alza indiscriminado de los carburantes (ayer el precio del barril de petróleo Brent para entrega en mayo se encareció un 5,38% hasta rozar los 121 dólares) ha sido la gota que ha colmado el vaso de la resistencia de los trabajadores, autónomos y empresarios de la carretera asfixiados por una situación que sólo les permite trabajar a pérdidas. Si a comienzos de año les costaba llenar el depósito de su camión 2.000 euros, hoy no lo hacen por menos de 2.700.
Así las cosas, asistimos a un escenario dantesco en el que, como piezas de dominó, una industria tras otra va anunciando paradas de producción, a veces de forma simultánea y con apenas un par de horas de diferencia. Lo nunca visto antes. Si alguien pretendía desestabilizar Europa, tenía claro cómo hacerlo.
Pero ¿cómo hemos llegado a esto?
En esta ocasión se ha dado la tormenta perfecta para poner contra las cuerdas ya no sólo a la industria, sino a toda la economía. La pandemia del coronavirus desatada a comienzos de 2020 desplomó las economías de mercado y obligó a las empresas a parar su producción. La caída de la ocupación hizo al Gobierno tomar medidas para evitar un estallido social.
Así, los ERTEs se convirtieron en el salvavidas de una sangría de empleo que hizo terminar el fatídico año con 622.600 trabajadores menos y 527.900 parados más, con las consecuencias que ello tuvo para la recaudación vía impuestos y la necesidad de sostener económicamente con prestaciones por desempleo a todos los afectados.
El reinicio de la actividad generó una demanda desorbitada de las mismas materias primas en el mismo momento, lo cual produjo el denominado cuello de botella en los puertos, con productores incapaces de asumir todos esos pedidos. Los codazos por conseguir esas materias primas se tradujeron en un incremento de costes para los cuales no había mucha alternativa. Si la empresa quería materia prima, o pasaba por caja o se arriesgaba a perder cuota de mercado frente a la competencia.
Como suele ocurrir en estos casos, las organizaciones empresariales fueron las primeras en advertir de que las cuentas de las pymes no encajaban: al endeudamiento provocado por los créditos que hubieron de solicitar para no cerrar durante la pandemia y mantener el empleo y la producción, le siguieron unas cifras de recuperación en ventas que, aún siendo buenas, no lo eran suficiente. Se estaba saliendo de la crisis muy lentamente. Más que en el resto de Europa.
A estas advertencias se le fueron sumando distintos organismos económicos independientes como la Airef (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) o incluso el Banco de España. Las previsiones económicas sobre las que el Gobierno había calculado los Presupuestos Generales del Estado no coincidían con los niveles de crecimiento postpandemia (y por lo tanto de recaudación vía impuestos) que apuntaban estos organismos. Y cuando no existe una base real sobre la que organizar una economía, no cuadran los ingresos con los gastos previstos.
A los sobrecostes que ya señalaban las empresas se le sumó la decisión del Gobierno de aumentar el SMI que se aprobó sin el acuerdo de la patronal, así como la subida de cotizaciones y de la cuota de autónomos. Las empresas cada vez pagaban más sin haber recuperado los niveles económicos previos a la pandemia. No obstante, las cifras de empleo eran cada vez mejores.
El año pasado se cerró con un récord de 840.000 nuevos empleos y 20 millones de afiliados a la Seguridad Social en todo el país. Sin embargo, la mayor parte de los nuevos trabajadores correspondía a empleo público (cuatro veces más que el privado), que permite impulsar el consumo dada su estabilidad económica, pero no genera, a su vez, empleo. Los datos, en cualquier caso, auguraban una evidente recuperación.
El comienzo del fin de la recuperación
Ya en septiembre del año pasado, cuando las empresas comenzaban a congratularse de una recuperación palpable tras año y medio de pandemia, comenzaron a saltar las primeras alarmas por el incremento de los precios de la electricidad, que derivarían en un aumento de la inflación. En un año la luz ha pasado de 66 a 700 euros el Mw/h, cifra histórica alcanzada a las ocho de la tarde del pasado 7 de marzo según datos del OMIE (operador de mercado eléctrico designado).
Estos sobrecostes energéticos suponen una pérdida de poder adquisitivo para toda la sociedad. Pero especialmente para las rentas más bajas y para las empresas cuya producción depende de un consumo muy alto de esa energía, como es el caso de la automoción o de las de altos hornos.
Compañías de cuya buena marcha depende, a su vez, la paz social a través del mantenimiento de centenares de miles de empleos. Es el caso de Lingotes Especiales (que ha solicitado un ERTE para toda la plantilla hasta junio) o de otras grandes de la automoción como Michelin, Iveco, Nissan o Renault, cuyo peso es vital para la economía de Castilla y León. Una industria que supone alrededor del 22% del PIB industrial de la Comunidad, el doble que en el conjunto del país.
A priori, la ecuación es sencilla: suben los precios de la electricidad de forma continuada, se dispara la inflación, se contrae el consumo, suben los sobrecostes empresariales, se reducen la inversión y los márgenes de beneficios. Y, en medio de todo ello, una de las variables que más afecta a la recuperación de la economía: la incertidumbre en los mercados.
24 de febrero: Rusia invade Ucrania
Tras la ralentización de la producción y la caída de ventas sufrida por buena parte del tejido productivo español, también en Castilla y León, y con la industria mirando seriamente a unos precios de la electricidad desorbitados que hacían tambalear las previsiones de crecimiento e inversión de las empresas, el pasado 24 de febrero Putin invadió Ucrania.
El clúster de automoción de Castilla y León (Facyl) fue el primero en hablar sin tapujos de las posibles y rápidas consecuencias que podían derivarse de esta guerra, de cuyo inicio se cumple un mes. El presidente de este clúster, Félix Cano, lo adelantaba ese mismo día en este periódico: "La guerra en Ucrania puede hacer colapsar a la automoción".
Asistimos desde la invasión a un incremento constante de los precios del gas y del petróleo, así como a la escasez, de nuevo, de más materias primas básicas para el sector de las cuatro ruedas y que provenían de Rusia y Ucrania, así como para otros como el agroalimentario, que con el conflicto eslavo ha visto dispararse los precios de los fertilizantes (necesitan gas) y de productos como el girasol o el maíz que se importaban también de ambos países.
Las consecuencias no han tardado en aparecer: el Gobierno de Castilla y León ya ha recibido, en los tres meses que llevamos de año, 118 solicitudes de empresas abocadas a la apertura de ERTEs que afectan a 3.409 trabajadores. 42 de estos Expedientes de Regulación Temporal de Empleo corresponden sólo al mes de marzo.
La guerra ha supuesto una escalada sin precedentes del precio de los carburantes, que sumados a una inflación que cerró en España en el 7,4% el pasado mes de febrero (las más alta de los últimos 30 años) y del 8,5% en Castilla y León y que se espera alcance los dos dígitos en los próximos meses, ha empobrecido tanto a la industria como al ciudadano, con una merma de su poder adquisitivo que contrae el consumo y, por lo tanto, pone en riesgo la viabilidad de las empresas.
A todo ello, se le suma que el BCE ya ha anunciado que dejará de comprar deuda a España de forma progresiva a lo largo de 2022. Si a mediados de año esto no ha conseguido frenar la inflación, se procederá a retirar este estímulo de forma definitiva. Una mala noticia para España dado que esto supondría tener que buscar nuevos compradores de deuda (debemos casi el 119% de todo lo que producimos, es decir: 1,43 billones de euros) y que el precio de esos bonos, al caer, repercutiría directamente en tener que hacerlos más atractivos con un interés de devolución mayor por parte de quien los emite. O sea: más deuda.
Todos los representantes de las empresas y autónomos se han unido para pedir al Gobierno que baje los impuestos a los hidrocarburos y el IVA, rebaje la presión fiscal a las empresas de forma temporal y reoriente el gasto público para ayudar a las pymes a no echar el cierre.
Desde Bruselas ya se han tomado medidas además de la progresiva retirada de la compra de deuda. La UE ha anunciado un giro inesperado en la PAC permitiendo que el 5% de barbecho obligatorio pueda cultivarse de girasol dado el desabastecimiento provocado por el corte de suministro que venía de Ucrania.
Un globo de oxígeno para el sector primario de Castilla y León en medio de un escenario tan negativo, que podría suponer una fuente de ingresos importante para los agricultores dados los altos precios a los que se cotiza esta oleaginosa ante la escasez de oferta. Asaja ya habla de poder obtener más de 1.000 euros brutos por hectárea cultivada.
Este cambio de rumbo desde Bruselas demuestra que estamos ante un escenario muy preocupante que permite flexibilizar la rigidez normativa y reorientarla a fin de evitar males mayores. Y con la incertidumbre de no saber cuánto durará la guerra en Ucrania y sin tener un cálculo final del agujero que va a provocar en las economías occidentales, podría pasar lo mismo con el planteamiento inicial de los Fondos Next Generation de los cuales España recibirá 70.000 a fondo perdido y otros 70.000 a devolver con intereses.
Un paquete de ayudas del que, por ahora, Castilla y León ha recibido durante 2021 una primera partida de 742 millones de euros, cuya gestión las pymes exigen se acelere lo antes posible.
La cuestión ahora será determinar si van a sentar la base para lo que fueron planteados (crear la economía del futuro, más sostenible y digitalizada), o si no quedará más remedio que destinarlos a recomponer un tejido industrial que amenaza con ir cayendo, como las piezas de un dominó.
Por de pronto, el acuerdo alcanzado en la madrugada de hoy entre el Gobierno y la CNTC, ha supuesto un respiro para la industria y la economía en general.
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