El muladar de las redes sociales en tiempos del coronavirus
Los periódicos publicaron decretos que renovaban la prohibición de salir y amenazaban con penas de prisión a los contraventores.
Domingo, 12 de abril de 2020.
(29º día de cautiverio)
Parece que fue ayer y, sin embargo, llevamos ya 29 días de confinamiento domiciliario. Y los que te rondaré, morena. Echamos la vista atrás y comprendemos que lo que parecía inicialmente un mal sueño se ha convertido en nuestra triste realidad. Y lo que nos aguarde en el horizonte, pois, pois.
Hago repaso rápido de estos 29 días y compruebo que el ambicioso plan de cautiverio que me propuse saltó por los aires en pocos días. Un pobre balance de seis ventanas adecentadas, de un total de trece; libros que siguen sin ordenar; un diario apasionado al principio que acabó siendo semanal; ausencia de ejercicio físico después unas cuantas entusiastas sesiones de baile de mantenimiento, etc. O sea, calamitoso.
Ha habido en este tiempo aspectos positivos, no lo negaré, sobre todo porque el ritmo de trabajo cotidiano, gracias a las tecnologías de la información y la comunicación, apenas se ha resentido.
Luego están las sesiones de lectura, que son un remanso de paz en cada interminable jornada. Empecé releyendo La peste, de Albert Camus, buena obra sin duda, pero acaso un poco tétrica para el momento presente por sus evidentes paralelismos. Y opté luego por la evasión del antiguo Egipto, con La batalla de Tebas, de Naguib Mahfuz, considerado el más grande escritor moderno en lengua árabe. Acaso, me ponga ahora con Patria, de Fernando Aramburu, cuya lectura tenía pendiente desde hace tiempo, aunque no sé si es la lectura más adecuada para mi estado anímico actual. En fin.
Genética de radicalismos
La videoconferencia se ha confirmado como una de las grandes herramientas de trabajo en muchas empresas y entre la gente en general, que consume así, contemplándose en pijama con amigos y familiares, las largas horas de encierro.
El consumo de internet se ha disparado durante la cuarentena, pero como ocurría antes del coronavirus, en unos casos para bien y en otros para seguir perdiendo el tiempo con videojuegos y demás y para quedarse en la superficie de las cosas.
Desde este obligado varamiento vital, observo con preocupación que seguimos siendo la misma sociedad que se conforma con la superficie, que se recrea en la anécdota y no da ninguna importancia a la categoría, una sociedad de hunos y hotros esclavizada por una extraña genética de radicalismos.
Esos mismos extremismos que recorrieron el siglo XIX, como bien dejó patente Francisco de Goya en su Duelo a garrotazos, y pervivieron en el XX, con la Guerra Civil como máximo exponente, hasta que la democracia hizo su entrada en 1978 y creó el espejismo de que habían sido erradicados definitivamente de nuestras vidas, ay.
Las redes sociales se han convertido durante esta cuarentena en un colosal vomitorio de opiniones polarizadas, donde hunos y hotros se amenazan, insultan o vierten sus medias verdades interesadas cuando no magnas mentiras aprovechando la efectividad de lo icónico. Un duelo a garrotazos digital que ha convertido la red en un muladar, en un disparatado torbellino de escupitajos. Hace mucho que uno dejó de frecuentar esos lupanares.
Ahí está, eso sí, el aplauso cotidiano a nuestro personal sanitario, al que ahora elevamos al podio de los héroes cuando unas semanas atrás obligamos a los políticos a aprobar leyes para que las agresiones a médicos y enfermeros fueran castigadas debidamente.
Bollos y tartas
Parece que con los aplausos salvamos nuestras malas conciencias. Como si el batir diario de palmas fuera el antídoto de las lamentables condiciones en que los sanitarios, fuerzas de seguridad y demás han debido enfrentarse a este enemigo letal del coronavirus: con gafas de buceador, bolsas de basura, gorros de ducha…, como un pintoresco ejército de Pancho Villa.
Héroes serían también, por supuesto, cualesquiera soldados que fueran enviados al frente a combatir en chanclas y sin fusiles ni balas. Pero serían heroicidades inútiles, como a las que hemos sometido a nuestro sufrido personal sanitario, que ha pagado nuestras culpas pretéritas aspirando el bicho a raudales en sus cuerpos desprotegidos y extenuados.
Y tras el aplauso, otra vez a nuestros hábitos cotidianos, a nuestra burbuja vital: a hacer bollos y tartas y a seguir viendo y escuchando a Jorge Javier Vázquez y a su jauría, y a esa panda de robinsones en una isla del Caribe cuyas tristes cuitas acaparan audiencias millonarias.
Otra vez la anécdota. La anécdota que nos haga seguir viviendo un día más y borre de nuestras cabezas la categoría siniestra de los miles de muertos anónimos que se agolpan en los tanatorios sin respetar la distancia del metro y medio, ay.
Y en este cautiverio, me pregunto: ¿aprenderemos algo de tales calamidades?, ¿servirá el coronavirus para traer un mundo nuevo, un mundo más justo y solidario, más interesado en los valores, menos egoísta y más acorde con la Naturaleza? Si así fuera, tal vez pudiéramos decir aquello de que no hay mal que por bien no venga.
De momento, a esperar el agora lo veredes, que dijo Agrages.
La globalización, una hidra
El coronavirus ha puesto de relieve que la globalización era una hidra de varias cabezas, sobre todo un gran mercado sin trabas aduaneras, pero con la cara oculta de las pandemias y otros males. ¿Volveremos ahora a los cordones sanitarios de antaño, a replegarnos sobre nosotros mismos, a los nacionalismos y a las autarquías de épocas pretéritas?
Nuestras vidas muelles anteriores quedaron truncadas bruscamente hace un mes, cuando el bicho canalla tomó el control de nuestros cuerpos despreocupados y egoístas. Y un mundo nuevo nos aguarda ahí fuera ahora (un mundo desconocido e incierto al que aún se resiste nuestro cerebro), plagado de consecuencias que las mentes más preclaras no alcanzan a ver: en lo sanitario, en lo económico, en lo social… He aquí la categoría.
Entre tanto, seguimos inmersos en la anécdota: en el diluvio de chistes y bulos que inundan la red y que inconscientemente compartimos desde nuestro Whatsapp para que se difundan con la misma celeridad exponencial con la que se propaga el coronavirus mientras desde el sofá contemplamos nuestro programa favorito de telebasura, pois, pois.
¡Ah, por Dios! Y que dejen de someternos a esas ruedas de prensa soporíferas de presidentes de gobierno, ministros y consejeros, que a menudo desinforman más de lo que informan. La información es importante, pero un exceso de mala información consigue el efecto contrario. Así, a la pena del encierro, la de los bufos espectáculos de unos cuantos políticos de pacotilla subyugados por la vanidad efímera de la televisión. Ante la disyuntiva, incluso comprendo a los que se decantan por los chafarrinones zafios de Jorge Javier.