Sin tiempo para pensar
Hace ya un par de décadas, por lo menos, todo el mundo, en un transporte público, en la espera del consultorio médico y hasta cuando sacaba a pasear al perro estaba ensimismado en sus propios pensamientos fueren cuales fueran. Ahora en cambio, toda esa gente está enganchada a un artefacto móvil de comunicación que consume todas sus energías (hasta muchos paseantes ignoran entonces cuándo defeca su mascota y no hacen nada por recoger sus excrementos).
En esta sociedad de individuos conectados, pues, a un mundo inalámbrico, cada uno recibe en un día más información de la que sus abuelos procesaban en toda su vida, con lo que no quedan resquicios para el pensamiento autónomo. Además, los algoritmos instalados en las aplicaciones móviles, de acuerdo con preferencias e interactuaciones anteriores, te conducen a un mundo repetitivo de ideas que te impiden salir del bucle melancólico y abrirte a nuevas reflexiones.
Estamos, por consiguiente, en un mundo que se retroalimenta, donde uno tiene más comunicación con robots lejanos —aunque muchos ignoren que lo sean— que con el vecino sentado a su lado. O sea, que por mucha información que tengamos —que la tenemos como nunca— no pensamos ni mucho menos tanto como antes.
Es éste un fenómeno del que todo el mundo parece darse cuenta pero nadie hace nada por remediarlo. Seguramente, la razón más poderosa para que así sea es que una sociedad que no piensa, que no tiene tiempo para hacerlo, es más manipulable que otra que tiene ideas propias, por disparatadas que sean.
Vamos, pues, hacia el pensamiento unificado, ya que no necesariamente único, lo cual es un chollo para una clase política que se vale de eslóganes en redes sociales y de simples descalificaciones en vez de profundas discusiones de conceptos y de programas políticos que nadie conoce ni parecen importarle un comino.