Lo decía Saramago, ateo convicto, y es una de las frases de cabecera para mí, que busco, que intento creer en ese Dios invisible, infinito, que se posa sobre todas las cosas: "Todo aquel que mata en el nombre de Dios, convierte a su Dios en un asesino".

Ni Dios, ni patria, ni tierra, ni bandera, pueden justificar la matanza indiscriminada de inocentes, de niños, de bebés, de ancianos, de padres y madres, de los centenares de jóvenes despreocupados que bailaban por la paz -qué paradoja- perdidos en un lejano desierto de Israel, ajenos a esa muerte que les bajaba por el aire. Esa matanza terrible, fría, calculada, que se celebra en distintas manifestaciones en países de Estados Unidos, de Europa, de este Occidente que acoge a todos, que respeta todos los credos e identidades, por quienes no respetan esos credos e identidades, alimañas que son capaces de alegrarse con este río, este océano de sangre, tanta muerte. Qué terror, qué dolor, venga de donde venga.

Esa matanza que hace extraños compañeros de viaje a las consignas nazis antisionistas de exterminio con el silencio del autoprogresismo patrio que condena a medias, con la boca cerrada, pequeña; a la alegre bandera arco iris con el negro fundamentalismo islámico en un alarde de pobreza o de empanada mental digna de estudio, si Hamás y sus mentores, si la Yihad y sus ayatolás no dudarían en exterminar de la tierra a todos los homosexuales, al igual que a la población judía, a todo lo que huela a "enemigo" del Islam; de ese Dios asesino hecho a la medida de quienes lo convierten en asesino, que no es el Dios de los musulmanes que siguen las enseñanzas del Corán donde hay lugar para el amor, para la fraternidad y el perdón. No son cosa de Dios las guerras, sino de los hombres.


Escribo sin ganas de escribir, demasiado triste, demasiado asqueada, desde este punto perdido en el mapa, en este mundo de mierda que les estamos dejando a los que vienen detrás. Un mundo permanentemente enfrentado, maldito, sumido en el odio, corrompido en el nombre del dinero, de una bandera, de una tierra, de una religión, cuando el nombre de Dios debería ser el Amor, con mayúsculas, se llame como se llame, le recen como le recen.

Nada hay que justifique la muerte de la población civil ni a uno ni a otro lado de esa frontera, ese eterno conflicto que, como decía Pilar Rahola en una intervención memorable, convierte al pueblo palestino en verdugo y víctima, en jugadores de un tablero donde son otros los que mueven las fichas. No es el maltratado pueblo palestino el asesino, cuando detrás hay tantos intereses, tantos hilos que tensan la cuerda, tantos estados conformados como tal apenas una veintena de años antes que el israelí, para diseñar el sueño de siglos, un imperio islámico fundamentalista que pasa necesariamente por la destrucción de Israel. En el nombre de quién.

Porque el mundo no tiene, no debería tener fronteras, ni dioses ni demonios, el dolor y el horror empapan esta tierra, esta carne, estos ojos míos tan impotentes ante situaciones que no caben; este convencimiento mío tan ingenuo de que la humanidad debería ser buena por naturaleza, avanzar, crecer, aprender algo, ser mejor con el devenir del tiempo, este tiempo que nos hace expertos en tecnología y pobres de solemnidad en corazón. Yo quiero creer en ese Dios que nos hizo a su semejanza, en el valor universal de la bondad, de la vida, en el abrazo, en lo compartido, en ese amor supremo que nos iguala sea cual sea nuestro credo.

La libertad, la tierra, el paraíso, no se ganan con misiles ni con bombas; con la sangre que tiñe las cunas de pequeños bebés asesinados, con las balas que roban la vida que no nos pertenece; con el dolor de tantas familias que no saben nada de los suyos, escudos humanos de quienes no son humanos, si no tienen alma.

Y cuando esto ocurre, me siento vencida. Y todo sobra. Y callo, y escucho, pero no encuentro respuesta, ni siquiera el eco, la palabra que describa, que legitime tanto horror. Quizá Dios sea, como también decía Saramago, el gran silencio del universo.