Muchos son los acontecimientos políticos que no dan tregua a la contemplación sosegada de uno de los empeños más dignos que pueda tener una persona: la dedicación a la cosa pública. Seguramente, dadas las circunstancias que estamos viviendo, sea difícil entender esta afirmación compartida por muchos teóricos de la política, pero estoy convencido de que dedicar un tiempo de la vida al servicio público es uno de los mayores horones que pueda tener un ciudadano. Aunque, claro está, que esta digna ocupación se convierta en honorable y noble, depende exclusivamente de que el poseedor de tal cargo lo desempeñe con honradez, decencia, verdad, con lealtad a las normas establecidas y a las instituciones, justo con los conciudadanos, incorruptible en su comportamiento y austero en sus actos. Ningún cargo es más o menos digno por el hecho de poseerlo, sino que su nobleza depende exclusivamente de quien lo ostenta, de sus actuaciones y de su personal dignidad.

En las actuales circunstancias, viendo la falta de coincidencia con estos valores de nuestros actuales representantes y “ocupas” de las instituciones, se hace necesario tener una seria reflexión de cómo y quién elige a estos ciudadanos, qué se espera de ellos y qué formación o adecuación al cargo puedan tener.

No me voy a poner exquisito diciendo que tienen que ser “los mejores” porque “los sueños, sueños son”, y entre los deseos y la cruda realidad hay un gran abismo, tanto como entre lo que es y lo que debería ser. Salvando las “miserias” que podamos encontrar en la democracia, los llamados servidores de la cosa pública no deben tener entre sus mayores méritos el de ser incondicionales fieles a las consignas de su líder, partido, agrupación o ideología. Esto puede ser un valor para una secta, no para el servicio público. El aborregamiento nunca es un mérito, sino un gran demerito que lleva al político a actuar sólo por su personal entrega al “jefe”. Esto es síntoma de individuos “capitidisminuidos”, mentalmente atrofiados e intelectualmente vacuos.  Y es que este único mérito, se potencia hasta el extremo incorporando personas que dependen en todo del partido, de su incorporación a las listas y de su continuidad en la política. Como única profesión reseñada es la de “político” y se perpetúan año tras año, desde su más tierna juventud hasta que le llega la jubilación. Jóvenes que aferrándose al carné pasan directamente a engrosar la lista de los profesionales de la política para toda una vida (eso sí que es casta).

El mérito de la preparación intelectual y su posterior demostración de su valía en el mundo laboral antes del ingreso en la política es el menos valorado, y así nos encontramos en estos momentos con sujetos asidos a cargos públicos, y mandando en el país, que no respetan ni leyes, ni Constitución, ni formas democráticas. Son servidores públicos, pero no de lo público, porque utilizan su posición para beneficiarse privadamente.  No hay límite en sus actos y su máxima en la actuación de gobierno no es otra que “cambiar la ley a mi antojo” para utilizarla según me convenga. Si la ley le impide hacer una cosa, la mayoría interesada la cambia y consigue su objetivo. Si los jueces le están aplicando una norma por la que es culpable, cambio la norma o al juez que la aplica. Si han condenado a sus “amigos”, los amnistío. Si los miembros de su partido han estafado o robado ingentes cantidades de dinero público destinado a los parados para sus personales “vicios”, se organiza un Tribunal de “afines, serviles y sumisos” que, amparándose en la interpretación de la Constitución, perdonan pecados sin más exigencia al reo para la absolución que la pertenencia al grupo de “los suyos”. Es capaz, incluso, de “robar” competencias a las Cámaras de representantes. Que el Congreso de los Diputados no es proclive a aprobarle un presupuesto, no lo presenta y se pasa la Constitución por sálvese la parte. Que El Senado no aprueba lo que quiere, le quita competencias. Y en todo este ir y venir de asaltos a la democracia, la austeridad se olvida y el gasto se dispara para servir al “dueño”, a sus intereses personales, de su partido o su ideología.

El político que hace todos estos actos antidemocráticos se define por sí mismo, y todos los que le adulan, halagan y, como papagayos, repiten sus consignas, también. La dictadura está cada vez más cerca, “átense los machos”.