De su mano pequeña y del dolor y el coraje de sus padres, María y Sergio, conocimos el Síndrome de San Filippo, esa enfermedad rara de la que probablemente nadie hubiésemos escuchado nada de no existir una Daniela cerca.
También conocimos la esperanza de los que no se rinden, la fuerza de los que luchan contra lo imposible y no desisten. Hasta el último suspiro, hasta el último beso, hasta esta madrugada triste en la que Daniela ha desplegado sus alas y se ha hecho invisible, eterna.
Su sonrisa amplia, generosa, y la de sus padres, ocultaban el drama que es vivir en España con una enfermedad rara, ser una excepción entre la norma, nadar en aguas desconocidas, de diagnóstico en diagnóstico.
Una enfermedad lo suficientemente rara para que no exista cura conocida; lo suficientemente rara para que no haya medios ni fondos para investigar aunque existen ya en Estados Unidos terapias génicas que ofrecen algo de esperanza. Esperanza, la del bonito nombre, la que mueve el mundo.
Era una niña normal hasta que a los dos años, cuando empezó a desajustar su desarrollo con respecto a los demás, fue diagnosticada con el Síndrome de San Filippo, y a sus padres se les vino el mundo encima, sintieron su peso sobre los hombros.
Qué dura esa travesía que nadie espera, para la que nadie está preparado, de consulta en consulta, de especialista en especialista, a través de organizaciones y tratamientos privados que dejan tiritando el sueldo medio de cualquier familia.
Daniela, la niña zamorana con Síndrome de San Filippo, fallecía esta madrugada, con sus 14 años cumplidos, ya por encima de la media de sus posibilidades y las de todos los niños que la padecen, que casi nunca llegan a la adolescencia.
Esa enfermedad cruel que sentencia a los niños a no ser jamás adultos. Ningún niño debería tener la soga al cuello recién asomado a la vida. Ningún padre debería vivir sabiendo que los años de sus hijos están contados; que en vez de andar su camino por la vida lo irán desandando, olvidando lo aprendido, borrando sus pasos incipientes por el mundo hasta no poder darlos.
Borrando incluso de su vocabulario las palabras primeras, las más bonitas, "papá", "mamá". Sergio, María, héroes sin capa, ángeles sin alas.
Con su mirada Daniela abarcaba el mundo, nos enamoraba con su sonrisa eterna, dulce, amorosa, ajena a la putada genética que le había tocado en suerte. Apenas 70 niños en España; apenas 70.
Y una era ella, que sonreía como la niña que era, mientras sus padres se ponían en la primera línea de lucha contra la enfermedad armados sólo de amor y esperanza.
Los entrevisté hace tiempo en la Plaza de Viriato, bajo los plataneros desnudos del invierno, al pie del guerrero lusitano inmortalizado en bronce donde todos los niños zamoranos hemos jugado y hecho la correspondiente foto sentados en el inmenso carnero de su ariete.
Daniela no podía atravesar los círculos de bronce que cercan su estatua, ni jugar como jugábamos los niños "normales", aunque en este mundo cada vez sea más confuso, más ambiguo, lo normal y lo anormal.
Daniela nació con la enfermedad en sus genes por una rara mutación; llegó sin saberlo sentenciada a muerte por un síndrome cruel que hoy por hoy no tiene cura; que roba la alegría a los padres y les exige un cuidado de veinticuatro horas al día todos los días de su vida.
Pero nació también rodeada de amor, de la fuerza incombustible de unos padres que no se han rendido, que se han volcado, que buscaron por tierra, mar y aire recursos para dotar de mayores medios a los enfermos y un poquito de esperanza con la investigación.
Quizá si el mundo se dedicase a invertir más en investigación, a apostar más por la vida, el Síndrome de San Filippo sería menos raro, menos implacable. Quizá con menos bombas; con menos odio, con más amor, al menos los hombres, la humanidad, estaríamos curados de la enfermedad que nos corroe, que nos destroza.
Tu sonrisa, la sonrisa de cada niño, es la vida. Y así te recordaré, pequeña gran guerrera.
Vuela y descansa al fin libre, dulce Daniela.