Hace apenas unos meses, poco menos de un año, escribía una columna, una carta a mis queridas pelonas. Por aquel entonces una amiga de esas que sostiene mi vida acababa de raparse el pelo, su brillante melena oscura, con sus primeras quimios. Apenas unos meses después otra amiga cambiaba sus hermosos rizos rubios por una pañoletita que no empañaba la fuerza de su mirada azul cielo, azul insultante de bonito. Teresa y Marta.

Son sólo dos de las pelonas que configuran las hebras, el tejido de mi vida, de lo aprendido, donde tantas mujeres fuertes han vencido a la enfermedad -muchas en mi propia familia- y donde tantas luchan a diario en el camino hacia la sanación. Amelia, Ani, Nines, Esther, Marisa... son ahora ángeles en la tierra que ayudan a los demás a superar sus miedos, sus dudas, esa carga que te sobreviene sobre los hombros cuando pronuncian la palabra maldita; cáncer.

Voluntarias que salen a la calle, a los hospitales, a los teatros, a cantar y contar su historia de vida; ayer mismo cantaba por alegrías, por cada minuto vivido El Portal de Carmen, que es una pequeña puerta al cielo desde la tierra, gloria. También por algunas, cada vez menos, se quedaron en el camino, pasaron al otro lado, se hicieron invisibles en la tierra, cuya estela es luz, amor, enseñanza de vida. Por la fuerza, por la sonrisa que nunca perdieron. María, Rosa, tantos nombres bonitos, de mujeres, de madres, de hijas.

Escribo hoy a mis pelonas queridas coincidiendo con el final del tratamiento de aquella amiga que se enfrentaba por primera vez al espejo con su pelo rapado, calvita, sin terminar de aceptar esa cabeza perfecta por fuera y ordenada por dentro, que se enfrentaba aún con miedo a esas primeras sesiones de analíticas y quimios, de efectos secundarios que minan el cuerpo y el alma.

Escribo hoy, en vísperas del Día del Cáncer de Mama, mientras mi ciudad ha vestido de rosa sus escaparates y miles de zamoranos se disponen a llenar mañana las calles de alegría, de vida, de esperanza. Cada paso nuestro es la larga carrera que ellas (y ellos) han superado, han emprendido sin pedirlo, sin rellenar ninguna inscripción. No, no son guerreros a los que Dios les da sus peores batallas; son mujeres, hombres de carne y hueso a los que un mal diagnóstico les cambia la vida y emprenden un duro camino por la supervivencia, por ser, estar. Mujeres y hombres que visten rosa y oro en el gran ruedo de lo cotidiano, lidiando a puerta cerrada el toro más difícil que ha salido de sus chiqueros.

De mis pelonas queridas hablan más sus silencios que sus palabras. Ese teléfono que no pueden ni quieren coger en los días más jodidos; esos ojos hinchados de llorar a solas en los malos ratos, esas ojeras de no dormir bien porque a veces les duelen hasta las pestañas; ese veneno en vena que cura lo malo pero también quema lo sano; esa debilidad, ese hartazgo en una vía que parece no terminar nunca; ese dolor en uñas y dientes, ese estómago centrifugado como una lavadora, esos picos de fiebre, esas visitas a urgencias en la madrugada.

No son guerreros, ni guerreras. Son hombres, mujeres, como tú, como yo, que aprenden a mirar de frente a la muerte y también a la vida, porque a veces somos tan afortunados que incluso a la vida la miramos revirados para que no nos queme, para que no nos duela, casi sin saber vivir. Porque a veces estamos, pero no somos. Todas esas veces que no somos capaces de ponernos en el espejo y sonreírnos y querernos con nuestros claros y sombras, nuestro invisible traje de luces y ese estoque, esa espada en lo alto que obliga a detenerse, a vivir un mundo distinto en el que la solidaridad y el amor se disparan, conscientes de que somos pura fragilidad, puro sorteo del destino.

Hoy un pelo nuevo, canoso, rabioso, cubre la cabeza de esa pelona, más guapa ahora, más radiante; la vida se abre paso entre consulta y consulta, cada vez más espaciadas. Hoy, todos los días, en mi ventana ondea una bandera rosa cuando el rosa es el color de la esperanza, rosa y oro, rosa y vida. Una bandera de todos los colores por los que libran sus luchas internas, sus miedos, sus dudas, sus dolores, sus cánceres; qué poquito sabemos de esas durísimas travesías. Por los que enfrentan sus tratamientos con alegría, con la certeza de que se puede. Claro que se puede.

Mi corazón, anudado desde hace diez años con una cinta morada, nazarena y ausencia, en todos sus latidos, camina con ellas, asiste al milagro que las resucita y las ilumina enteras desde dentro; que las hace, nos hace, más sabias, más humanos. De sus pechos heridos, que amamantaron un día a sus hijos, bebo cada día el zumo de la vida, de la esperanza, el deseo de ser.

Y ésta de hoy va por ellas.