Eres un fasero triste, un paria, un mileurista cuyos mil euros cada vez le dan para menos. Ya no hay regalos para los sobris y la gula del norte ha sido sustituida por un engrudo barato que untar con pan, pero en el fondo de tu ser nace el pequeño burgués industrial que los milenioles españoles llevamos dentro, genéticamente, por herencia de nuestro pasado fenicio y romano, del que me niego a desarrollar.

Haces la compra en el Tifer, compras zafras de ocho litros para ahorrarte moneditas de cobre que los hombres de verdad tiran en las fuentes barrocas, haces cola detrás de dos gitanas con cuerpo de pera ercolina y de sus monstruitos cabezones correteando alrededor de la caja, pero en Navidad aflora tu sentimiento de pequeño burgués industrial.

Te diriges ilusionado a El Corte Inglés, que en adelante será ECI. Las luces de la fachada, antaño camellos con reyes de plata y azul, epatan tu infausta y mileurista alma. Las parejas se arrullan en los foodtrucks de cocineros marrulleros a los que ha engañado una de las empresas subcontratadas por el marido de Cristina Pedroche. Un baño de aire caliente te purifica según abates las pesadísimas puertas de hierro con el logo de ECI.

Huele a colonia, cincuentonas bajitas embutidas en sus uniformes aconsejan a treintañeras disgustadas, imagino, con su olor habitual. Suenan villancicos patrios mientras los hombres se miran en la sección de marroquinería, enviados indirectamente por sus femeninos familiares.

Subo las escaleras mecánicas y me observo en los espejitos triangulares que me recuerdan que soy un pestero desgraciado, un husmias. Allá llego, al sótano, a las calderas de Ramón Areces, donde se junta el hambre con las ganas de comer. Cojo un carrito que me ofrece un sietemesino después de admirar las planchas, las botellas con forma de pez, la vajilla de loza y los vinos de la Estación Gourmet. Todo me gusta. Todo me encanta. Estoy en El Corte Inglés.

Ante mí la fruta se presenta ordenada por colores, con todas las piezas sin excepción, como una catarata cítrica, una avalancha de fructosa que llena mi vida de esperanza. Cuántas nueces y cuántos pistachos, cuántos frutos secos juntos. Qué placer. Una chavalita bien parecida ofrece una bandeja con canapés que no dudo en probar.

Riquísimo, el canapé. Adquiero embutidos rellenos y adobados con todo tipo de marranadas y me asombro ante el museo de salsas exóticas mientras espero mi turno en los precocinados para proveerme de ensalada de puerro y de filetes de pollo dedicados a un mariscal francés. Una maquilladísima pescadera me envasa dos calamares y me pesa un rodaballo que asaré con patata panadera y vino blanco. El éxito o el fracaso recaerán en mi pirolítico horno. El pescado se abarrota en el mostrador, las nécoras burbujean y los señores se aburren como ostras mirando su lejanísimo número cuando la pescadera da la vez. Estudio los riberas con la pericia que como castellano me caracteriza, aunque de vinos solo sé diferenciar el color. Adquieres un vino ni muy caro ni muy barato, del que supones tampoco será ni muy bueno ni muy malo. Qué desgraciado eres, ni para comprar vino vales.

Qué agradable es la cajera, que te sonríe y te pone nervioso, con su pelo ensortijado y sus bien llevados cincuenta palos. Contestas palabras ininteligibles y se te cierra el culo al ver la cuenta. Sufres un mareo ante la bíblica sablada pero te recompones al recordar que eres un pequeño burgués que está tomando por excepcional lo que hace diez años era la regla en cualquier casa de faseros tristes. Siguen sonando los villancicos españoles, familias blancas suben y bajan las escaleras mecánicas cargados con bolsas tan pesadas que corren peligro de que se les necrose las falanges. Huele a calor y a gasto, huele a pasado, huele a felicidad. Salgo de ECI y ahí siguen los horteras de mi edad pagando una morterada por comer con frío y de pie la réplica de la última idea estúpida y colorida de algún cocinerillo madraca. Les miro por encima del hombro. Salgo del pináculo de la civilización occidental, la cumbre del desarrollismo, la obra más perfecta perpetrada por España, un edificio brutalista dedicado a hacernos sentir bien. Se siente maravilloso uno, al salir de El Corte Inglés.