Del tintero a la tablet: así ha evolucionado la Guardia Civil
Hoy es 12 de octubre, Día del Pilar, fiesta nacional en España, Día de la Hispanidad, pero también el día de la patrona de la Guardia Civil. 174 años han pasado desde que fuera fundada por Francisco Javier Girón y Ezpeleta, segundo duque de Ahumada, manteniéndose en la actualidad como una de las instituciones más valoradas por los españoles en cada barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Casi dos siglos de historia con una evolución durante los últimos años acorde al progreso de la sociedad. Pero hubo un tiempo en que los agentes realizaban su labor diaria a pie o caballo, con la denominada cartera de caminos al hombro y todos los trámites administrativos a papel. NOTICIASCYL rescata los recuerdos de los verdes ángeles de la guarda de los pueblos para compararlos con la tecnología que impera en la actual Benemérita.
Tras unos comienzos de protección de vías y caminos contra el bandolerismo, en pos de atajar la creciente inseguridad en el medio rural, tras la Guerra Civil el Cuerpo se fue profesionalizando y añadiendo servicios como el control de costas y fronteras, el servicio cinológico de perros policía, la vigilancia y regulación del tráfico en las carreteras, la protección de la naturaleza y la lucha contra el terrorismo. Una evolución del tintero a la tablet.
Un Cuerpo de Seguridad del Estado eminentemente rural reclutaba a sus miembros principalmente en los pueblos, sobre en aquellos lugares sin industria como ‘Las Castillas’, Extremadura y Andalucía. Se podía opositar hasta los 35 años con el principal objetivo de conocer la famosa ‘Cartilla de la Guardia Civil’, en especial los primeros 48 artículos, el alma mater e idiosincrasia del Cuerpo.
Una vez aprobado el examen había dos academias, Sabadell y El Escorial, la primera ya desaparecida. No era fácil el proceso, sobre todo por las condiciones de hacinamiento en el alojamiento, entre literas de tres pisos, pero también por una instrucción muy estricta, lógicamente militar. Incluso clases de equitación, pues la Guardia Civil antaño recorría los caminos a pie o en caballo, no había las motos y coches patrulla de la actualidad, con agentes que llegan ya con el permiso obtenido previamente.
En clase de equitación había un caballo, de nombre ‘Macario’, que era peor incluso que cualquier profesor de la academia. Y es que detectaba qué jinete lo iba a montar, haciendo todo lo posible e imposible para tirarlo al suelo. De hecho, en varias ocasiones le arrojaron a las patas una escoba de barrer y antes de que cayera la rompía en el aire con una maestría inimaginable.
Primeros destinos
Concluido el curso de formación, llegaba el momento de poner en práctica lo aprendido. El primer destino era algún pequeño puesto de los muchos que hay repartidos por toda la geografía española. Había que presentarse vestido de uniforme, pues estaba prohibido vestir de paisano. Si el agente estaba casado, se le adjudicaba un pabellón si había, pero si era soltero, iba a una habitación común con el resto de su condición.
El primer servicio era la ‘guardia de puertas’, 24 horas pendiente de la seguridad del cuartel, pero también de atender al personal que requería auxilios. Después estaba el servicio de ‘oficio y cuartel’, siendo el encargado de la limpieza de todas las dependencias, ir a buscar el correo a la estafeta y entregar la correspondencia oficial. En los cuarteles donde había caballos, también había que desempeñar servicio de cuadra. La novatada de los becarios, que se dice hoy en día, unas labores para curtir al agente y dejarle claro que en la Guardia Civil se estaba para servir, no para servirse.
Y esos servicios eran generalmente correrías de ocho horas a pie. Donde no había caballos durante un tiempo se emplearon bicicletas, pero circular con ellas no era fácil entre la capa de invierno y el famoso mosquetón 7,92 a cuestas. Así que las jornadas eran verdaderos ejercicios de resistencia, sobre todo en verano, con las botas altas, pantalón largo, camisa con cuello cerrado, corbata, y encima la cartera de caminos (donde se guardaban grilletes y todos los boletines de multas y papeles para trámites administrativos, además de material para escribir, en los orígenes tintero y pluma, después bolígrafos para realizar los atestados), también la munición al completo, correaje y el arma corta reglamentaria y en algunos casos hasta fusil. Carecer de alguno de estos elementos era motivo de sanción por parte de un superior.
Por cierto, la uniformidad debían pagarla. Recibían 180 pesetas mensuales, de las cuales se descontaba la mitad para ir amortizando el valor de las prendas. Y en los ejercicios de tiro se recogían las vainas, decían que para revenderlas como latón y así sufragar la compra de máquinas de escribir para los cuarteles y puestos rurales. Porque esa es otra, el enorme papeleo que había que realizar, y se debía acometer en el momento, con tres clases de talonario para las multas (para quienes pagaban en mano, para cuando llegara la notificación al domicilio y para extranjeros) e impresos según la falta o el delito. Hoy en día los agentes llevan su correspondiente uniforme, diferente según la época del año y el servicio a desempeñar, con sólo encima un cinturón para el arma, grilletes y munición. El resto permanecen en la moto o coche patrulla hasta que se utilizan, como una tablet para enviar las multas de forma telemática a la central operativa y una pequeña impresora que se conecta vía bluetooth para sacar el recibo al momento. Motos que no llegaron a algunas Comandancias hasta la segunda mitad del siglo XX, ciclomotores que inicialmente tenía que comprar el propio agente, pues sólo se sufragaban de dos a tres litros al mes.
Los servicios no eran fáciles durante la posguerra, sobre todo si los agentes eran solteros. En muchos destinos no había ni siquiera una pequeña fonda en el pueblo, así que tras una larga noche de vigilancia y protección o de una correría, quien no hubiera sido previsor dependía de la buena voluntad de algún vecino para llenar el estómago, o al menos calentarlo. Pero también ocurría con frecuencia que debido a la escasez de personal tras un servicio de 24 horas de guardia de puertas había que realizar otras seis horas más, o dormir escasas horas para regresar al mediodía a cualquier vicisitud que sucediera. Y todo ello siempre vestido de uniforme, incluso al ir a la capital. Como curiosidad, no se permitía coger cualquier bolsa de la compra ni ayudar a la mujer, o el coche del bebé.
Escasos medios
La mayoría de los acuartelamientos estaban en pequeños pueblos y la falta de medios era notoria. En algunos pabellones ni siquiera había servicio y los agentes hacían sus necesidades en una garita fabricada con tablas y un pozo séptico. En otros puestos los dormitorios estaban en una parte del edificio, la cocina en otro alejado y el baño aún más. Sólo un compañerismo digno de alabar compensaba todas estas carencias.
De hecho, eran como una gran familia. El comandante de puesto, por regla general casado, cuando podía hacía una parrillada para todos los componentes del cuerpo, señal de que esa unidad funcionaba. Mientras, las mujeres de los agente y la esposa del cabo (denominada ‘la caba’), se juntaban a coser a la puerta del cuartel, tomaban un café o se enseñaban la ropa que habían comprado en la ciudad. Eran tiempos en que los roles de género estaban más diferencias y la actual igualdad que se preconiza brillaba por su ausencia.
Y antaño tampoco existía la actual conciliación laboral y familiar. Si un agente quería contraer matrimonio, debía solicitar el permiso mediante una instancia con seis meses de antelación a la Dirección General del Cuerpo para que éste se informara de la conducta de los familiares más próximos. Se podía llegar a denegar en virtud de los informes adquiridos.
Para poder ir de vacaciones, se debía solicitar permiso al cabo del puesto, el jefe de línea y el jefe de la Comandancia. El visto bueno dependía de que se fuera merecedor de este descanso a tenor de la conducta o el esfuerzo desempeñado durante el año. Eran tiempos en que no imperaban los derechos laborales actuales, con un periodo de vacaciones establecido por ley y del que hay que disfrutar en unas fechas incluso a elección del propio agente. Entonces, cuando se concedían las vacaciones, había que ir vestido de uniforme y presentarse en el puesto o comandancia donde fuera el destino del viaje, por si se requerían sus servicios de forma excepcional. Posteriormente, con enviar un escrito informando del destino bastaba.
Los caimanes (como se denomina a los agentes que ya peinan canas) que lean este breve resumen a buen seguro retrocederán décadas en el tiempo para refrescar de la memoria singulares recuerdos, vivencias y peripecias que los nuevos servidores de la Benemérita ni siquiera pueden llegar a imaginar. Y éstos, a su vez, podrán comprobar cómo la Guardia Civil ha ganado en derechos laborales y medios técnicos, pero mantiene intacto su espíritu de profesionalidad, esfuerzo y sacrificio hacia el prójimo.