Romería de San Cristóbal, perdida en las nebulosas de Villarino
Villarino de los Aires, en plena puerta de Los Arribes del Duero salmantinos, donde el Tormes vierte sus aguas en el adormecido Duero, este lunes -al que los vecinos llaman 'De Aguas'- vive con añoranza una de las fechas más esperadas en el calendario festivo del vecindario. Una fecha que fue, y mucho tanto entre los propios habitantes, como entre los carrilanos de la comarca- y ya no es, por mucho que se busque maquillar, cubrir o difuminar las nebulosas del tiempo que todo la envuelven.
Tras la Cuaresma y la Semana Santa o de Pasión llega el Lunes de Pascua, también llamado de Aguas y toda la leyenda del Padre Putas en la capital-. Una celebración desde tiempos que se pierden en la historia y que se ha convertido en una festividad, mitad ocio mitad devoción, que se vive con gran trascendencia, sobre todo en Villarino de los Aires -donde se centrará el viajero, y también en Yecla de Yeltes -donde se traslada la imagen de la Virgen del Castillo desde el castro de Yecla la Vieja hasta la iglesia parroquial-.
En Villarino de los Aires -de arraigadas costumbres, que se pierden con la misma intensidad que la esencia de municipio tiene -aunque mejor tenía- una de sus citas más emblemáticas de celebraciones del ciclo anual de fiestas y romerías, el conocido Día del Hornazo o Lunes de Aguas o Día del Teso. Familias enteras, grupos de amigos, pandas, pandillas, peñas y los que van a ver qué pasa por allí, suben al Teso de San Cristóbal -que dista unos cuatro kilómetros del casco urbano- para comer el hornazo que pringa de grasa coloreada de pimentón, aunque en estos días son más los asados que los hornazos.
El lugar, donde según estudios antropológicos y arqueológicos existió un castro vetón, al margen de su trascendencia social en la colectividad vecinal de Villarino, sobresale como un exabrupto de rocas y matorral en el confín de la meseta para caer en vertical hacia el Tormes que, parsimonioso y escaso, camina hacia Ambasaguas donde vomita sus aguas al Duero.
Este promontorio posee una roca ovalada bamboleante que descuella en lo más alto del montículo, una roca sobre otro cúmulo de rocas, donde antaño se izaba el pendón o la bandera para anunciar la confirmación de identidad local y anunciar la fiesta, que plantaban los mozos en las claras del día. Hogaño, una mata de carrasco anuncia el Lunes de Aguas y sus meriendas. Una celebración gastronómica cercana en el tiempo. Antiguamente sólo se celebraba la romería de San Cristóbal -no el Lunes de Pascua-, a primeros de mayo, en la que los mulos, asnos y demás caballerías, con sus anguarinas o tirando de los carros, eran enjalbegados para lucir en sutil desafío en pos de la belleza en el regreso al pueblo. Por contra, el Día del Hornazo, como celebración gastronómica para dar fin a las abstinencias de Cuaresma, tenía en el Valle del Palacio o el Teso de la Rachita su lugar de acogida.
Unamuno y la romería de Villarino
Describía Miguel de Unamuno, en un viaje por Los Arribes y en su trayecto entre Fermoselle y Villarino, en 1902: “Antes de entrar en Villarino, a poco de haber subido el Tormes, nos desviamos para montar al teso de San Cristóbal, en que se celebraba aquel día, uno o dos de mayo, romería. Y no la olvidaremos nunca, pues la llevamos agarrada a los hondones de la retina del espíritu. En aquel teso de piedras, como amontonadas para contemplar más piedra, crecen azucenas, y allí, ante la ermita, en una explanada, bailan mozos y mozas, a la vista de las vastas soledades. Ellos de traje pardo, oscuro, y ellas con sus refajos y dengues gualdos, rojos, verdes o morados, parecían al danzar acordadamente, al compás del tamboril, gigantescas flores de retama, brezo y azucena, sacudidas por un viento loco. Era el palpitar de la vida en el regazo de la ceñuda Castilla. Un enorme berrueco, casi redondo, coronado por una banderita, presidía la fiesta”. (Los Arribes del Duero, ‘Hojas Selectas’ 1905).
En estos tiempos de ahora, de modernismos foráneos y paellas y músicas estridentes y vacas y hamacas, los vecinos acuden temprano para coger el mejor rincón -muchos lo hacen el Domingo de Resurección por eso de las mini vacaciones y no digamos ya, esa fiesta inventada del Viernes Santo- y prender las hogueras que, a media mañana, humean por doquier con fuerte sabor a caña, romero, tomillo y ramo. Los más fervientes naturalistas disfrutan en la observación de los miradores naturales unas perspectivas imposibles, de confines que se difunden en el horizonte difíciles de definir. Son la Peña el Pendón -el berrueco donde se plantaba la bandera-, pero también El balcón de Pilatos, sobre el Tormes en su descenso cansino, casi muerto de la presa de Almendra, en su línea divisoria salmantina/zamorana. Lugares para la historia que hablan de justicia y ajusticiamiento, de despeños y perdones.
Si la meteorología acompaña -más en estos tiempos que antaño-, los vecinos dan buena cuenta de asados y vino de la tierra, embutidos y hornazos, que empujan a la diversión y a la chanza. Además, el Ayuntamiento ha construido una coqueta plaza de tientas donde se celebraban capeas populares -fue en esos tiempos locos de construcciones absurdas que ahí quedan, muertas en el lugar-, donde una charanguita invita a bailar, una jota, el pasodoble o la cumbia de rigor.
Porque no hay reloj que de vuelta hacia atrás. Como decía el poeta Pablo Neruda, “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Cachis!