Al abrigo de la corte del rey Fernando I empezó Rodrigo a formarse en letras y en armas, junto al infante Sancho, de quien no se despegaba. Al morir Fernando, en 1065, subió Sancho al trono de Castilla, y con él su querido Rodrigo, al que puso al frente de sus mesnadas.

Tras ganar varias battallas contra Alfonso VI, en Llantada y Golpejera, en 1072, doña Urraca, no quiso reconocer a su hermano Sancho como rey de Castilla, León y Galicia, y por eso Zamora fue sitiada. A traición, Bellido Dolfos dio muerte a Sancho y Rodrigo quedó sin amigo, pero no sin señor, ya que Alfonso VI, a pesar de haber sido derrotado un par de veces por él, lo acogió elegantemente y lo metió en su círculo más íntimo de vasallos. Y no solo eso, sino que lo casó con una sobrina suya, Jimena Díaz, hija del conde de Asturias y biznieta de Alfonso V. A pesar de que la dama pertenecía a la más alta nobleza del reino, Rodrigo tampoco andaba mal, y en su dote le ofrece cuatro villas enteras y parte de otras treinta y nueve, y eso era solo la mitad de sus bienes…

A partir de aquí, ya se sabe… un par de graves imprudencias diplomáticas con los jefes árabes de taifas desataron la ira del Alfonso contra Rodrigo, al que expulsó del reino y el campeador tuvo que ganarse el pan por su cuenta. Primero se ofreció sin éxito a los hermanos Ramón y Berenguer, condes de Barcelona, y luego cambió el rumbo hacia la taifa de Zaragoza, donde sirviendo a al-Mu’tamin vivió Rodrigo su período de mayor gloria personal y militar.

En 1085, al-Qªdir, rey de Toledo, entrega este reino a Alfonso VI a cambio de ser entronizado en Valencia. Los reyes de otras taifas, alarmados por ese avance cristiano a través de pactos, solicitan ayuda a los temibles almorávides, que no dudan en cruzar el estrecho de Gibraltar las veces que haga falta. Rodrigo, informado de la difícil situación de su rey castellano, deja Zaragoza y marcha a ayudar en Toledo. Desde allí, Alfonso lo manda a Valencia a poner en el trono a al-Qªdir y es en esta zona de Levante cuando, desde 1088 hasta 1092, los malentendidos y las decisiones militares o políticas de Rodrigo lo ponen varias veces en contra de Alfonso e impiden su regreso a Castilla.

Finalmente, en 1092 el rey leonés lo perdonó, y se vinieron siete años de luchas conjuntas contra el ejército almorávide, que no cesó de atacar Valencia hasta conseguirla años más tarde. Pero esta derrota ya no la vería Rodrigo, que tuvo una muerte natural el 10 de julio de 1099.

A los dos años de la muerte del Cid, sostener Valencia ya era muy difícil y Alfonso VI decidió salir de allí con Jimena y con los restos de Rodrigo a quien, a pesar de estar fallecido, aún le quedaban viajes por Castilla, por España y por Europa…

Al llegar a Burgos desde Valencia, Jimena deposita los restos en el atrio del monasterio de San Pedro de Cardeña. Décadas más tarde, el sabio rey Alfonso X, decide pasarlos a un sepulcro mayor en el altar: “Aquí yace enterrado el Grande Rodrigo Díaz, guerrero invicto, y de más fama que Marte en los triunfos”. En el s. XV, se trasladan los restos a la sacristía y en la siguiente centuria se puso la tumba en un lateral. En el s. XVIII, se construyó la nueva capilla de San Sisebuto y se metió allí lo que quedaba de Rodrigo. Pero al menos hasta entonces los huesos habían estado juntos…

Fue la Guerra de la Independencia la que produjo el esparcimiento descontrolado de los restos del de Vivar. Algunos se recuperaron pronto porque el general Thiebault, quizá en un alarde de erudición, quiso devolverlos a Burgos en 1809. Ese mismo año, el coleccionista francés Vivant Denon, también devolvió al monasterio burgalés parte del cráneo del Cid. Pero las desamortizaciones que estaba sufriendo la Iglesia sobre sus bienes en ese siglo, hicieron que los restos de Rodrigo tuvieran que ser llevados a una capilla del entonces ayuntamiento burgalés. Solo desde 1921, Rodrigo reposa junto a Jimena en el crucero de la catedral de Burgos.

Los otros restos cidianos que los franceses se apropiaron durante la invasión napoleónica recorrieron un camino más largo. En 1808, el príncipe de Salm-Dick, y el barón de Lammardelle fueron comisionados a España para felicitar a Napoleón por sus triunfos en Burgos y Somosierra. All llegar a Burgos y no encontrar a Bonaparte, resolvieron quedarse un tiempo en la ciudad, y es entonces cuando conocieron el Monasterio de Cardeña, y de donde sustrajeron los restos del Cid y de sus familiares para llevárselos a París.

Un heredero de Salm-Dick regaló dichos restos a Carlos Antonio de Hohenzollern, un príncipe alemán que los incorporó a su colección del castillo de Sigmaringen. Por alguna razón, Francisco Mª Tubino, un académico amante del arte y las antigüedades recibió de Hohenzollern el acta de dichas reliquias, por lo que informó rápidamente a Alfonso XII, quien firmó credenciales para solicitando su devolución a España, y a finales de 1884 ya estaba el alemán entregando la caja con los huesos de Rodrigo.

Por otro lado, parece que el propio Lammardelle regaló en su momento un trozo del cráneo del Cid a un tal Monsieur M. Labensky, bisabuelo de la condesa Thora Darnel-Hamilton, a quien Camilo José Cela conoció en alguna ocasión, y con quien contactó para tramitar su donación a la Real Academia de la Lengua Española. Y así se hizo. En marzo de 1968, un anciano y emocionado Ramón Menéndez Pidal, antiguo director de la academia, recibió en su casa, por su cumpleaños, noventa y nueve rosas junto con el hueso craneal de su amado personaje al que tanto había estudiado. Tras este sentido homenaje, el hueso se incorporó a la colección patrimonial de la Real Academia Española, con el número de inventario O00001.

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