Es bien sabido por las crónicas que el reinado de Juan II de Castilla estuvo henchido de luchas internas y entre nobles por controlar políticamente el reino todo. Dada su no mucha personalidad y las tentativas de destrone que sufrió por parte de muchos nobles, las historia derramó la sucesión sobre su hijo Enrique IV, quien heredó el cetro regio en 1454 en medio este ambiente hostil. Juan II había dejado escrito que solo sus hijos legítimos -de cualquiera de sus dos mujeres, se entiende- podrían sucederle, y esta cuestión de “legitimidad” fue algo a lo que más tarde los rebeldes nobles, y su propia hija Isabel, se aferrarían con fuerza...
Enrique era el primogénito de Juan II y Maria de Aragón, y tampoco resultó ser un monarca de carácter, se dejaba influenciar mucho, y de su persona emanaba poco interés por los asuntos políticos o soldadescos. De hecho, ni siquiera con los permisos de las Cortes de Cuéllar o con la bula papal que otorgaba carácter de Santa Cruzada a la campaña contra el Reino de Granada, tuvo éxito en dicha empresa. Él prefería dejar el gobierno en manos de nuevos nobles afines, como Beltrán de la Cueva, en detrimento de las viejas familias aristócratas castellanas y de los hombres de política del reinado anterior. Pero éstos no se iban a dejar comer la tostada tan fácil…
Enrique casó con Juana de Portugal y tuvieron a Juana en 1462, convertida en Princesa de Asturias al poco tiempo y, por tanto, heredera. Y aquí es cuando esa coalición de nobles, apartados relativamente del poder, aprovechó su momento y dio suelta al rumor de que Juana en realidad era hija de Beltrán de la Cueva, mano derecha del rey. Su intención, obviamente, fue que Juana no subiera al trono, y que lo hiciera algún personaje que ellos pudieran manejar bien, algún otro hijo legítimo de Juan II de Castilla, como pudieran ser los infantes Alfonso o Isabel, hijos de otro matrimonio posterior de Juan II con Isabel de Portugal. De este modo, se juntaron un día y, en la Sentencia de Medina del Campo de 1465, reclamaron que el rey legitimara a Alfonso como heredero. El rey, lógicamente no aceptó, ya que implicaba reconocer que su hija no era suya…
A partir de ahí se cargaron las tintas y las lenguas contra el rey, comadreando de su falta de virilidad o de sus preferencias sexuales, y no cesaron de entonarse las coplas y tonadillas en esta nuestra Castilla.
Para más mofa, se llevó a cabo la denominada Farsa de Ávila, un mordaz sainete representado un caluroso 5 de junio de 1465 y que hacía valer el poderío de estos nobles, mudando de rey cuándo y dónde quisieran. Hablamos de personas como Juan Pacheco, marqués de Villena y maestre de la orden de Santiago, el más ambicioso del reino, que no soportó que el rey lo sustituyera como valido en favor de Beltrán de la Cueva. Su inseparable hermano, Pedro Girón, maestre de Calatrava y Capitán general de los ejércitos de Enrique IV, se puso también en este lado levantisco, al igual que su tío, la máxima autoridad eclesiástica del reino, Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo y primado de España. Álvaro de Zúñiga y Guzmán, conde de Plasencia, que era Justicia Mayor de Castilla, y su hermano Diego López de Zúñiga, también se sublevaron contra el rey. Lo mismo que el conde de Benavente, don Rodrigo Alonso Pimentel, y que Rodrigo Manrique, conde de Paredes y después Condestable de Castilla. Todos, sin excepción, querían fuera de la circulación a Enrique IV a pesar de que este los había atiborrado de títulos, prebendas y maravedíes.
Cerca de la muralla abulense se construyó un escenario de madera, con atrezo simple, y se colocó en una silla al infante Alfonso, de tan solo once años. Frente a él, un trono con un monigote de luto que representaba a su hermanastro, Enrique IV, con la corona, el cetro y la espada.
Antes de empezar la curiosa función, el más que posible ideólogo del evento, Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo, posicionado, como todos los demás, siempre a favor del mejor viento, celebró una misa. Tras esa oración, los importantes nobles sublevados subieron al estrado y declararon el objeto de dicho acto, acusando al rey de varias, a su juicio, tropelías, como por ejemplo ser homosexual, impotente, infértil, amigo de musulmanes, pacifista en exceso y no padre de Juana, a la que ellos tildaban de “Beltraneja” y quien no merecía derechos sobre el trono.
Al terminar el discurso, Carrillo se acercó a la efigie y le retiró la corona, el conde de Plasencia hizo lo mismo con la espada, y Rodrigo Pimentel le quitó el bastón de mando, quedando la estatua desprovista de los tres símbolos reales: la dignidad, la administración de la justicia y el gobierno del reino. Para rematarlo, Diego López de Zúñiga, hermano del conde de Plasencia, derribó la imagen de Enrique IV voceando el famoso “¡a tierra puto!”, y apremiando al imberbe infante a ocupar el trono y a dejarse besar las manos por todos los grandes que acudieron, que fueron muchos, en muestra de lealtad a él.
Se inició así un tiempo de guerra civil entre un bando y otro, tres años concretamente, en los que el infante Alfonso se vino arriba y empezó a tomar decisiones propias sin contar con los nobles, lo cual no gustó… Y un buen día apareció muerto, por causa natural dicen unos, por comer una trucha en mal estado dicen otros… A partir de ahí cada uno tiró por su lado, y por sus propios intereses y conspiraciones, como siempre, unos volviendo al lado de Enrique y su hija Juana, otros apoyando a Isabel… y bla, bla, bla… el resto es historia.
La Farsa de Ávila ha quedado para la historia como un golpe de estado teatral y forzado, de cariz político, y como uno de los episodios más pintorescos y extravagantes de todo el medievo castellano.