Justo doce años después de que Colón pisara por primera vez suelo americano, la reina Isabel la Católica redactaba su testamento en su palacio de Medina del Campo: “… poniendo mucha diligencia en la administración de justicia a los vecinos y moradores (…) haciéndola administrar a todos igualmente, así a los chicos como a los grandes, sin distinción de personas, y que guarden y hagan guardar todas las leyes y pragmáticas y ordenanzas por nos hechas concernientes al bien y pro común de los dichos mis reinos”. En él ya se vislumbra la carga jurídica que desprendía el documento.
Semanas más tarde, en noviembre, tres días antes de fallecer, la reina redacta un codicilo más orientado aún hacia el Derecho y donde aborda cuestiones del gobierno, no solo peninsular, sino que se preocupa por la política ejercida en las Indias haca los indígenas y, sobre todo, muestra su deseo de que se elabore un compendio normativo que filtre todas las leyes superfluas de sus reinos y deje solo las importantes. Para dicha empresa insta a “personas doctas y sabias y experimentadas en los derechos” que se pongan manos a la obra cuando ella ya no esté, entre ellos varios licenciados, doctores y hasta el obispo de Córdoba.
Dicha comisión de expertos empezó rápidamente a recopilar toda la normativa existente en España para ordenarla en un solo documento legal válido para todo el país y dicha labor desembocó en las ochenta y tres Leyes de Toro, presentadas y discutidas en marzo de 1505, durante las Cortes celebradas en esta noble ciudad ya con Juana de Castilla como reina. De hecho, fue Juana la firmante de la Real Cédula del 7 de marzo donde se explica la voluntad de su madre para la creación de este nuevo compendio normativo.
Al mes siguiente, el 9 de abril, en las Cortes de Valladolid, Fernando el Católico expidió una cédula al salmantino Pedro de Pascua, para que imprimiera y vendiera las dichas leyes. El tal Pedro, imprimió expedito el documento en Salamanca y lo regresó a Valladolid para que fuera refrendado por presidentes y oidores de la Chancillería. Y ahí sigue, el Cuaderno Original de las Leyes de Toro, celosamente custodiado en la Sección de Pergaminos del Archivo de la Real Chancillería de Valladolid.
El documento original es un tesoro en sí, siendo un único cuaderno, de piel vacuna, del tamaño de una actual hoja A-4, con una sola doblez en cada pliego. La tipografía es negra, gótica, y la gran letra inicial es blanca y rodeada de motivos florales y rocallas sobre un cuadro negro de unos cuatro centímetros de lado. Este tipo de documento impreso responde a los trabajos que Juan de Porras hacía en su taller de Salamanca, y se cree que esta edición en vitela iba a ser distribuida a los Tribunales de Justicia más importantes del país.
Los principios de estas leyes toresanas fueron “sacados e tomados de los dichos de los Santos Padres e de los derechos e dichos de muchos sabios antiguos, e de fueros e costumbres antiguas d´España”, es decir, las Leyes de Toro bebían de las antiguas Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, pero no eran iguales, ni siquiera una recopilación de las mismas, de ahí su valor histórico. Supusieron una innovación, al ser un conjunto de normas nuevas, que refundían las numerosas disposiciones existentes antes, aclarando sus ambigüedades y contradicciones, y además manteniendo vigentes los fueros municipales de cada ciudad, siempre que no fueran contrarios a ellas.
Durante los siglos posteriores a su promulgación, se han publicado decenas de estudios sobre el aspecto jurídico de las Leyes de Toro y de todos se extrae que, siendo su aplicación mayoritariamente de cariz social y penal, la simple lectura de cada una de las ochenta y tres normas nos ofrece una radiografía de la época en que fueron redactadas y de las cuestiones civiles que atañían a la población. Además, las leyes, en su redacción, eran de fácil entendimiento y de expresión concisa, al grano, lo cual no era usual en la época, resumiendo y enjuiciando cuestiones de diversa índole, como por ejemplo el matrimonio, la forma de tratar líos de adulterios y sexualidad en parejas casadas o sin casar, los derechos de cada cónyuge, las deudas, las sucesiones y las herencias (asunto que estaba de actualidad dado el problema monárquico al morir la reina Isabel, el nuevo estado civil de su marido, la inmediata regencia de su hija Juana…), y sobre todo, y relacionado con estas últimas, el asunto del mayorazgo.
De hecho, el objetivo original de estas leyes, que era ordenar y asegurar los privilegios de los nobles y de los clérigos, resultó en cierto modo el germen de esta nueva figura o institución. El mayorazgo, cuyo fin es que los bienes o derechos de una familia noble no se pierdan por conflictos entre herederos, es decir, que pertenezcan para siempre a dicha familia en la figura de unos de los miembros, fue según muchos estudiosos de leyes, una de las grandes contribuciones de las Leyes de Toro. Otras novedades importantes fueron el hecho de que reforzaban el valor de los fueros locales, convirtieron las anteriores “pragmáticas reales” en principio legales fundamentales, limitaron pragmáticas reales a fuentes jurídicas fundamentales, limitaron el radio de acción de los usos, desusos y costumbres, se hizo que todos los dedicados a la jurisprudencia tuvieran que estudiarlas, y se exigió su impresión y difusión física de forma impresa para ello.
Quinientos años más tarde, todavía alguna de estos edictos sigue efectiva, como por ejemplo la referida a la apropiación de los diplomas de los nobles, habiéndolas aplicado incluso el propio Tribunal Supremo en algunas sentencias referidas a la sucesión de títulos nobiliarios en España. Ni las varias actualizaciones ni las diferentes recopilaciones llevadas a cabo con el paso de los años han podido tumbar este compendio de leyes toresanas, que consiguieron llegar vigentes hasta finales del s. XIX, momento en que se escribió nuestro actual Código Civil en 1889.