La aldea que había en Villanueva de Cañedo está desaparecida actualmente, pero es en este terreno salmantino donde se yergue su castillo, vigoroso, aunque remozado, y cercado con un generoso foso ya que este fortín está muy a ras de suelo, porque en medio de La Armuña no hay muchas elevaciones ni románticos riscos donde asentar una fortaleza. Así que ahí está, rodeado de dehesas y tierras de labranza, el Castillo del Buen Amor, todavía testigo del paso de peregrinos por la Ruta de la Plata entre la ciudad universitaria y "la bien cercada".
Justo aquí existía una fortaleza del s. XI que había sido levantada en aquel entonces para garantizar una defensa a las retaguardias en los otrora duros y conflictivos tiempos de Reconquista. Aprovechando la estructura ruinosa de este fuerte, cuatrocientos años más tarde, y por aliento del duque de Alba, el rey Juan II autorizó la construcción de uno mejor y más grande. Hacia el año 1475, esta tosca mole de piedra junto con la desaparecida aldea que había sido creada a su alrededor, fueron entregadas a los Reyes Católicos, llegando incluso al año siguiente a dar cobijo y vituallas a don Fernando de Aragón cuando iba a Zamora con sus tropas, poco antes de la batalla en Toro contra los seguidores de la Beltraneja. Al poco de terminar dicha batalla, el castillo fue cedido al mariscal de Castilla, don Alfonso de Valencia y Bracamonte, que solo lo disfrutó un año ya que, en 1477, lo compró don Alonso Ulloa de Fonseca Quijada.
Este toresano, no era un desconocido. Era hijo de Pedro de Ulloa Fonseca, señor de Villalbarba, e Isabel Quijada, por lo tanto, sobrino del primer famoso Alonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla, y primo de otro Alonso de Fonseca, arzobispo de Santiago. Ya había sido capellán de Juan II, prior comendatario del monasterio de San Román de Hornija, y en esta época ejercía bien como obispo de Ávila (luego lo sería también de Cuenca y el Burgo de Osma).
Fue partidario siempre de Isabel la Católica, hasta el punto de que cuando llegó don Fernando a Segovia en 1475, para formar la Concordia, allí estaba fiel don Alonso, junto a la reina. Fonseca luchó con sus tropas como capitán junto a don Fernando, participando en la batalla de Toro y en la toma de la ciudad, y en los asedios de Sieteiglesias, Cantalapiedra, Castronuño y Cubillas; por este motivo es conocido como 'el obispo batallador'.
Pero, dejando a un lado su biografía, el obispo Fonseca decidido a convertir el castillo en su residencia habitual, transformando esta rústica y árida fortaleza en una casa-palacio de claro estilo renacentista, muy señorial y llena de detalles arquitectónicos únicos. Pero ¿por qué? Pues la respuesta es clara: para hacer del edificio un nido donde compartir su vida y su amor con doña Teresa de las Cuevas y alejarse de las chismosas murmuraciones de las villas cercanas. De esta relación nacieron hasta cuatro hijos, Gutierre, Fernando, Ana e Isabel, que fueron después legitimados por los Reyes Católicos, y por eso el primogénito, Gutierre, fue el primer señor del castillo y heredero del mayorazgo.
A partir de entonces, la leyenda popular comienza a denominarlo "Castillo del Buen Amor", en honor a los sentimientos del obispo hacia doña Teresa.
Tras el fallecimiento de don Alonso y doña Teresa, el castillo no volvió a ser habitado, y estuvo más de cuatro siglos como mero almacén de enseres agrícolas. Hoy es un lujoso alojamiento donde, los que lo frecuentan, pueden encontrar otro tipo de atracción menos convencional. Y es que, al parecer, el lugar está encantado, o por lo menos, eso es lo que relatan tanto trabajadores regulares como huéspedes esporádicos. Llamadas telefónicas a altas horas de la noche y desde habitaciones completamente vacías, respiraciones entrecortadas, ruidos en las paredes, golpes que se repiten una y otra vez sin una fuente aparente de ruido.
Otras veces, el personal que se encarga de arreglar las habitaciones se encuentra camas deshechas y objetos movidos de su sitio, o reciben de repente el cordial saludo de una niña y cuando se giran para saludar a la muchacha descubren que no hay nadie en la habitación. Curiosamente, las habitaciones las hacen conjuntamente dos personas, pero cuando se produce ese saludo infantil, solo una de ellas lo escucha.
El ambiente general del edificio, desde luego, es ideal para historias fantasmagóricas. Desde los sótanos hasta las bóvedas mudéjares de ladrillo que decoran el techo de algunas habitaciones, pasando por las bañeras de mármol verde y los cálidos salones de enormes chimeneas, todo se conjuga para que la magia haga su efecto.
Por el hotel se habla de esa leyenda de presencias fantasmales que algunos escuchan y otros entreven. Parece ser que los fenómenos son asociadas con los fantasmas de los amantes don Alonso y doña Teresa. No en vano, hay que tener en cuenta que la religión católica prohíbe el amor entre un clérigo y una mujer, por lo que la paz eterna estaría así prohibida para Alonso y Teresa. De este modo, su destino es quedarse en el limbo y el castillo del Buen Amor es su refugio, donde vagan errantes en un intento por revivir los momentos más gloriosos de aquella pasión.
Otras personas han visto una dama de blanco que, al parecer es doña Teresa de las Cuevas, y que se pasea de forma ingrávida por las noches alrededor de la zona de recepción o del bar. Creamos o no en esta leyenda de la Dama Blanca del Castillo del Buen Amor, lo cierto es que han sido numerosos los parasicólogos y profesionales de ese ramo los que aseguran haber conseguido extrañas sicofonías e imágenes bastante escalofriantes, con alguna cara oculta, de determinadas estancias de la fortaleza.
Sea como fuere, los espíritus de doña Teresa y don Alonso de Fonseca permanecen en el edificio haciendo honor a su eterno lema: Cum Tempore, es decir, un amor más allá del tiempo y del mundo.