El maorí es un pueblo, por norma general para los europeos, lejano culturalmente, más aún para los españoles. A ellas las vemos como dulces y trabajadoras féminas de trenza larga y falda corta, emparejadas con atléticos y amedrantadores hombres tatuados con geometrías, protectores de sus mujeres, sus tierras y sus vidas…
Hay que suponer que, montados en esas pintorescas embarcaciones de caña y vela simple, similares a grandes piraguas, se desplazarían por todo el Océano Pacífico, desde Hawai, Taití, las islas Marquesas, o las Cook hasta poner los pies definitivamente en Nueva Zelanda, en un alarde de técnica náutica y arrojo, ya que no debía ser nada fácil.
Con estos datos tan exóticos, quién podría imaginar que, a mediados del siglo XIX, un español sería el causante del origen de una de las tribus más extraordinarias, admirables y numerosas de nuestras Antípodas: los “Paniora”. Pues sí, y esta es su historia:
El último día de enero de 1811 nació en Valverde del Majano, el hijo de José de Frutos, mercader de lana, y de María Huerta, hacedora de pan. Con esos apellidos tan frutales, la vida de Manuel José parecía estar destinada a ser, cuanto menos, fértil.
Tras pasar su primera juventud en esta población segoviana ayudando a su padre con el oficio lanero, a los veintidós años, en 1833, decidió abandonar la adusta Castilla y lanzarse a la aventura y conocer mundo, embarcando primero hacia tierras peruanas, para alistarse después en el “Elizabeth”, un ballenero británico que le haría ir más allá de lo que pensaba.
Era un trabajo duro el de marino, pero daba buen rédito, ya que la demanda de grasa de cetáceo y sus derivados era enorme en el mundo occidental -recordemos que la mayor parte de las ciudades europeas y estadounidenses se iluminaban con aceite de ballena- y se pagaba bien. En 1834 el buque atracó a Port Awanui, en la costa este de Nueva Zelanda, posiblemente para acopiar abastos, y Manuel José desembarcó, como si tal cosa, en parte atraído por las mujeres que veía. No volvió.
La tripulación del ballenero, preocupada por él, y ayudada por la guarnición británica de la isla, peinó el territorio durante horas en su búsqueda sin obtener resultados. Según la tradición oral que ha ido pasando de padres a hijos Paniora, Manuel José se escondió bajo la falda de una de las mujeres para que no lo encontraran y lo hicieran regresar. El barco partió de la isla, y Manuel se integró en la tribu aborigen de los Ngāti Porou.
En el mismo Port Awanui abrió una tienda, donde comerciaba con todo aquel que llegaba a la costa, y a lo largo de los años fue adquiriendo una buena reputación entre los extranjeros y los locales, además de una gran fortuna (que después sería arrebatada a su prole por los ingleses tras la guerra de las Tierras de Nueva Zelanda. Pero ese es otro tema…)
Consolidada esa prosperidad, se casó el segoviano con nada menos que cinco mujeres de la tribu -algo aceptado y normalizado por la cultura maorí de entonces- que se llamaban Kataraina, Uruhana, Maraea, Mihita Heke, y su favorita, Te Herekaipuke, a quien tildaba afectuosamente como Tapita. De su relación con ellas tuvo nueve hijos, cuarenta y un nietos y doscientos noventa y nueve bisnietos. Hoy en día, se calculan más de veintemil descendientes que forman el clan de los Paniora, palabra maorí que viene de "espaniola" derivada a su vez de “españoles”, y nombre con el que llamaron los aborígenes a Manuel José al conocerlo.
Los maoríes tienen a las ballenas por animales sagrados, que simbolizan fuerza y protección, y su mitología narra que una ballena salvó la vida del guerrero Paikea cuando su piragua naufragó en alta mar. Del mismo modo, los Paniora opinan que, gracias a las ballenas, Manuel José pudo fundar su tribu, ya que llegó a Nueva Zelanda a bordo de un buque cazador de ballenas.
En la actualidad, los restos de Manuel José reposan en un mausoleo levantado en 1980 por sus descendientes Paniora en Taumata, una tumba blanca, simple, rodeada de un cercado, con vistas al rio Waiapu y al océano, donde los suyos peregrinan, entregan ofrendas y realizan veneraciones.
En 1834, el mismo año que Manuel José llegó a la isla, tuvo la idea de sembrar una semilla de olivo que había llevado en su equipaje desde España, y el árbol aún se conserva en Nueva Zelanda. Esa simiente florecida en esas tierras significó el enraizamiento de Manuel José con su nuevo mundo desde entonces, y el árbol de olivas nacido de ella simbolizó el principio de una nueva tribu de maoríes. De hecho, el escudo familiar de los Paniora se compone de un castillo, una rama de olivo y varias franjas zigzagueantes rojas y gualdas; está rodeado por la inscripción “Adelante para siempre” y el nombre del protagonista en su parte superior.
El problema es que las tradiciones maoríes, solo se pasan de unos a otros mediante vía oral, por lo que lustro a lustro, durante el siglo XX, se fue desvaneciendo el conocimiento sobre los orígenes de aquel navegante español que llegó a Nueva Zelanda y fundó su tribu. Y, como no hay maorí cuya conciencia duerma tranquila si no conoce el origen de sus antepasados, muchos de sus descendientes estaban ciertamente frustrados y desilusionads con el asunto…
Ya en el siglo XXI, solo un golpe de suerte y de investigación, hablando con los Paniora más viejos, sacó a colación la palabra “valle verde”, cerrándose así el circulo sobre las posibles poblaciones castellanas con ese nombre, hasta localizarse el registro de bautismo de Manuel José en el archivo parroquial de Valverde del Majano.
Se cumplía así el sueño de los Paniora de conocer su origen como tribu, e incluso varios grupos de ellos han viajado a este pueblo y se ha levantado un tótem con sendas piedras de jade verde como símbolo de alianza entre el clan maorí y el suelo segoviano de su predecesor.