Resulta muy difícil retirar la vista del cielo, de la roca, de las cuevas, de los senderos o de los árboles cuando se pasea por este lugar. Algo se esconde, algo susurra, algo silba, algo se calla, algo observa… o al menos esa es la sensación. Caballeros del Temple, hermandades secretas, gnomos, liturgias, anomalías naturales… Lo tiene todo el Cañón del Rio Lobos en el entorno donde se junta con el Ucero, solo hay que imaginarlo...
Hay que imaginar que ya los hombres del bronce habitaron las cuevas de este paraje, y que les dieron significado, material y espiritual, y que no hay mal sin bien, ni religiosidades sin paganismos, y que este sería un lugar propicio para el ritual, intencionado y con nocturnidad. Hay que imaginar sacerdotes y druidas, pinturas rupestres y aras, en medio de una orografía extraña, con docenas de cuevas, altas paredes verticales, un estrecho rio cuyos nenúfares se congelan en invierno…
Hay que imaginar a Santiago el Mayor, el apóstol de Cristo, en su ecuestre carrera huyendo del invasor musulmán, y su salto desde la cima del cañón. Dicha decisión del discípulo de Jesús provocó dos hechos. Por un lado, los cascos de su caballo cayeron con tanta fuerza en el desfiladero que dejaron su huella en estos suelos, y por otro, por culpa del mismo impacto, la espada del apóstol resbaló de su mano y quedó tendida en el suelo señalando el lugar donde después se decidió levantar la ermita de San Bartolomé. Quién lo decidiera… hay que imaginárselo…
Todo es silencio, pero no azar, hay que imaginar... El templo, escondido en esta garganta soriana, equidista en línea recta perfectamente de los cabos de Creus y de Finisterre, que fueron importantes puestos templarios, y hay que imaginar que los dichos caballeros pudieron aquí esconder tesoros, desplegar sus credos y conocimientos, aprovechar la energía del lugar y beneficiarse de su magnetismo. Quién sabe…
Este exiguo edificio, a caballo entre lo románico tardío y lo gótico tempranero, y flanqueado por tres veteranos e imponentes olmos, contiene un mensaje en forma de símbolos. Hay toneles, rostros, cruces y lobos, tallados en relieves y volutas. Hay que imaginar que uno de los vanos, orientado hacia las estrellas, deja pasar los rayos de la luna y los del sol, para iluminar místicamente una extraña losa en el piso. Hay que imaginar que eso sucede en los días de equinoccio, en las noches de San Juan, en vísperas de Todos los Santos… en definitiva, en fechas de alto poder energético y de magia ambiental. ¿Y si el bello rosetón que entrelaza seis corazones pudiera ser primo hermano del judío símbolo del Sello de Salomón, y a su vez estar emparentado con el legendario Santo Grial, y que fueran los templarios sus guardianes…?
Hay que imaginar una hilera de hombres de capa blanca y roja cruz patada, allí arriba, silueteados en el borde del precipicio, quizá con hachones encendidos velando la ermita, y guardando con celo el Castillo de Ucero, por encargo del rey Alfonso I, El Batallador. Muchos de ellos estuvieron alojados en la zona hasta que la Inquisición los mandó exterminar, y gran parte de ellos decidieran esconderse en las grietas de este paisaje. Todavía hoy, después de tantos siglos, si la sugestión lo permite, se pueden escuchar balbucidos rezos y chirridos de espadas entre los árboles.
Se podría imaginar también, que las hijas de un tal señor de Ucero resultaran hechizadas en la leyenda de la llamada 'roca de la música mágica', un peñasco sobresaliente, cercano a la ermita de San Bartolomé y al castillo, que preside esta garganta natural, vigila las hoces, los abruptos senderos, las calizas paredes y las escasas aguas regando minúsculos prados. Un paisaje bucólico y pastoril de manual.
Estas tres jóvenes bellezas, sensibles, de mentes abiertas y almas sin rienda, llegaron a la edad adulta, y para la tradicional búsqueda de esposo, habían sido instruidas en las artes y la música, y tanto ardor pusieron en su formación, que por alguna extraña razón se sentían obligadas a subir cada tarde a lo alto de esa peña a buscar, en el silencio, la llamada de las musas inspiradoras.
Una de esas tardes, la del día de San Juan, con los caballeros templarios todavía en la ermita terminando las Vísperas, se empezó a escuchar una dulce melodía proveniente de las crestas del cañón. Estaba entre lo instrumental y lo vocal, pero encandiladora, por lo que las jóvenes empezaron a acompañar la música con sus voces sin imaginar que la canción provocaría la mayor tormenta que jamás habían visto.
Al cesar la música y recuperarse las mozas de ese momento de abstracción, ya oscurecía, y empezaron a salir oscuras nubes y a caer las primeras gotas, por lo que las muchachas bajaron raudas por el sendero que lleva a la ermita para buscar cobijo. La luna era llena y entraba por la ventana del templo. Empujaron fuerte la puerta, chillaron las bisagras, entraron y, al ver la espeluznante escena, perdieron la razón de por vida. Lo que vieran allí es un misterio, habrá que imaginarlo…
Todavía en fechas recientes, los pastores locales referían que, desde ese día, en el atardecer de San Juan, se pueden escuchar las voces de las tres jóvenes acompañadas de músicas en lo alto de la roca, y que, si se pasea por este lugar de noche, con luna llena, y se escucha una armonía suave, algún son de la Naturaleza o un sonido similar a un instrumento, no se debe cantar, o el que lo haga enloquecerá para siempre.
Podemos imaginar también que, donde antaño se rendía culto a Gea y Astarté, hoy en día, dos centenas de buitres leonados, junto con unas cuantas águilas reales y culebreras, algunos alimoches y ciertos milanos, son los dueños y señores de estas cuatro leguas de ónfalo mitológico que es el cañón, decentemente nutrido de sabinas y pinos, de caza y alimañas varias, en sus diez mil hectáreas sitas aquí, el corazón de Soria.