De madera de cedro, con tez oscura y con el Niño en su regazo, la pequeña talla de la Virgen de Sonsoles fue fabricada probablemente en Tierra Santa. De allí, como podemos imaginar, fue llevada a Roma, y el mismo San Pedro, delegó en otros discípulos para traerla a la península mientras expandía la palabra de Dios.

La virgen tuvo acogida y fue venerada por los cristianos hasta la invasión musulmana. Entonces, un grupo de devotos decidió esconderla para que no cayera en manos de esta nueva cultura y de algún modo pudiera ser maltratada. Nadie supo desde entonces donde estaba oculta la talla. Al reconquistar Alfonso V las tierras de Ávila hacia 1083 y salir los musulmanes por donde vinieron, la comunidad cristiana de la ciudad volvió a sus costumbres.

Narra el mito que dos jóvenes pastorcillos estaban jugando en un cercano paraje, junto a un peñasco, y que vieron salir una fulgurante luz a través de uno de sus huecos. Retiraron unas piedras y entraron por el agujero. Allí vieron la imagen esculpida de María, de cuyos ojos salía una cálida y suave luz, tan reconfortante para ellos que exclamaron al unísono: “¡Son soles!, ¡Son soles!” tomando de ahí su nombre esta Virgen y siendo ese lugar el punto donde ahora se asienta su santuario, a escasos 5 kilómetros de Ávila.

Otra hipótesis dice que, en el año 1080, pasaba cerca de la ermita el cortejo fúnebre que portaba el cuerpo de San Zoilo (San Zoles) desde Córdoba hasta Carrión de los Condes, y que éste estuvo cobijado bajo su techo durante varios días, comenzándola a llamar los vecinos, la ermita de la Virgen de San Zoles.

Sea como fuere, allí está la talla primitiva de la Virgen (no la del altar mayor, que es una versión más moderna), medio escondida, casi tímida, asomando de un pequeño camarín sobre un altarcillo. Dicen que, sin ganas ni necesidad de salir de allí, ni de este paraje campestre. La leyenda relata que ni a propósito se ha podido sacar a la Virgen de su dulce rutina en las afueras. Si la llevaban en procesión hasta la ciudad, la talla se hacía pesada, más y más pesada, hasta que no podían cargar con ella, y la tenían que devolver al templo. Su razón tendría. Algunos hasta han llegado a decir, sin mirar anacronismos ni cotejar verdades, que no quería subir Ávila por haber sido nombrada patrona de la ciudad Santa Teresa en vez de Ella. Pintoresca rivalidad inventada entre la condición divina y la humana… ¡Pero, si hasta La Santa visitaba frecuentemente el santuario y a su Virgen!

No quería alejarse la de Sonsoles de sus campos. Los labradores y ganaderos de estas tierras trabajaban duro para vender en Ávila sus productos, y su Virgen adorada era la de Sonsoles, la del valle, de la sierra, la que protegía de las plagas y del clima, de enfermedades y de dolencias a campesinos, animales y cultivos. Y además era milagrosa, o al menos eso dice la leyenda… de ahí que se generara tanto fervor en su devoción.

Se dice que otrora, un noble caballero de Ávila, como muchos, cuando aquello del Nuevo Mundo estaba de moda, decidió embarcarse a Las indias en busca de fortuna y fama. A los pocos meses estaba el hombre en medio de una húmeda selva centroamericana con un grupo de soldados que exploraban la zona con el fin de encontrar localizaciones de valor. La tranquilidad de la marcha de ese día se vio interrumpida por un cocodrilo que repentinamente emergió del agua del lago por cuya orilla pasaban y se abalanzó sobre el noble.

Éste que no tenía buena postura en el suelo, ni apoyos, ni velocidad para evitar dicho ataque, solo agarró bien su palo de caminar, cerró los ojos, y rezó a la Virgen de Sonsoles. Sorprendido por el peso del bastón, volvió a abrir los ojos y contempló que el palo se había convertido en una espada. Sin meditar mucho, el hombre se incorporó, con el reptil ya a pocos centímetros de él y con la boca abierta, y le dejó caer un mandoble en el pescuezo que lo dejó inerte al poco. Contó la historia al resto de hombres al regresar al campamento y decidió quedarse con el animal muerto durante toda la expedición, que duró muchos más meses, para luego traer el animal a España y entregarlo a la Virgen de Sonsoles como exvoto por salvarle la vida. Una hazaña.

Una variante de este cuento es que el caballero abulense se encontraba bien establecido en la colonia y era terrateniente acomodado. Todos los días salía con su caballo a pasar revista sus posesiones y en una ocasión, cerca del río, un cocodrilo atacó a su caballo haciéndolo caer. Asustado, el hombre se encomendó a la Virgen de Sonsoles y su fusta se convirtió en una espada. Notar el arma en la mano y matar al reptil fue todo uno. Y ya en frío, pasado el susto, decidió traer el cocodrilo a Ávila y ofrecérselo a la Virgen para agradecerle el favor mostrado.

Sea cual sea la más llamativa de estas dos versiones, ahí está el caimán, seco, acartonado, primero colgado del techo y luego en una urna que permite dejar constancia de dicha fábula.

También colgada está una maqueta de un barco que un marinero ofreció a la Señora de Sonsoles. Resulta que, en tiempos de la Grande y Felicísima Armada de Felipe II, allá en el estrecho de Calais, esa parte del Canal de la Mancha donde el viento sopla fuerte y las olas suben mucho, se desencadenó una tormenta de las que hacen pensar en lo peor a los marinos. Uno de ellos, férreo devoto, pidió a la Virgen de Sonsoles salir de allí con vida, él y la tripulación. Y así sucedió, pudiendo llegar el barco a suelo patrio sin daños aparentes. El navegante ofreció entonces una réplica de la embarcación a la Señora que intercedió por sus vidas.

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