José Zorrilla nació durante una fría noche vallisoletana, el 21 de febrero de 1817, y la misma casa donde fue alumbrado encierra algunos sucesos, cuanto menos curiosos y paranormales, de los que el propio dramaturgo es protagonista. Sin ir más allá, ese mismo día que venía al mundo el poeta, que fue sietemesino, por cierto, un gran pájaro de vivos colores se posó en las tapias de la casa que la familia Zorrilla estaba alquilando al Marqués de Revilla, sita en la calle de la Ceniza, y que, por lo inusual del hecho, la fábula lo interpretó como algo de buen augurio.
Pocos años más tarde, el pequeño José solía acompañar a su madre a la misa diaria en la vecina Iglesia de San Martín, donde además había sido bautizado. Durante los oficios, dejaba volar su imaginación entre las imágenes, las velas y los colores de los altares. Una de las estampas que más le llamaba la atención era la talla que remataba el altar y que representaba a un fornido jinete a lomos de un corcel blanco y que partía con su espada la capa para poder abrigar a Cristo con ella.
Le motivaba tanto la escena, que incluso logró que sus padres le regalaran un caballo blanco de cartón y una espada de hojalata con los que recrearla una y otra vez. También sentía fascinación por el altar de San Miguel, poderoso guerrero, armado con un vistoso casco de plumas que levantaba su espada para doblegar al diablo. Con ambas escenas fantaseaba muchas noches el pequeño Zorrilla.
En otra invernal mañana, el muchacho se encontraba sentado en el balcón de la sala principal, cogido a la forja de la barandilla y columpiando sus piernas hacia la calle. Disfrutaba de la sensación de frío, humedad y niebla tan características de Valladolid entre los meses de noviembre a febrero:
“De repente sentí el trote de un caballo que venía por el lado de San Martín; al volver yo la cabeza hacia aquella parte, entraba ya por la calle de la Ceniza un jinete tan gallardo como colosal, que con la cabeza llegaba al rodapié de los balcones de mi casa. Su caballo blanco y de ondulada crin avanzaba cabeceando, y bufando, y arrojando por sus narices dos nubes de caliente vapor, que en la fría atmósfera se desvanecían, y el jinete sonriéndome desde que apareció a mis ojos”.
Marcaría su estilo
Según narra el propio Zorrilla, cuando el caballero se acercó a la balconada, él, de chaval, reconoció esa sonrisa, con la blanquísima dentadura y los exuberantes labios carmesí que veía en la iglesia a diario en la estatua del diablo caído ante San Miguel.
Cuando emocionado lo contó en casa a su familia y al personal de servicio, nadie lo creyó, pero esta primera aparición que tuvo el poeta marcaría su fantasioso estilo literario de adulto: “Yo no me explicaré nunca si esta visión, real o fantástica, es el origen de la poesía con que la mía ha caracterizado al diablo de mis dramas y mis leyendas.”
De sobra es conocida la atracción que Zorrilla sentía por lo paranormal, por lo esotérico, incluso se dice que escribía sonámbulo a veces, que tuvo experiencias precognitivas y que hasta llegó a ver espectros. Quizá sea el último gran poeta romántico español que recurre en sus textos a los muertos, los fantasmas, las apariciones o los conjuros. Hasta él mismo se preguntó en su obra, cómo es posible que, siendo tan cobarde de pequeño, su musa tratara tan frecuentemente con las Furias compañeras de Plutón, dios del inframundo en la mitología romana.
Pero probablemente el fenómeno ilusorio más conocido sobre Zorrilla y su casa natal sea el encuentro con su abuela Nicolasa en la habitación de invitados en la que el niño solía pasar el tiempo jugando. Un día, al observar la puerta de la alcoba entreabierta, se asomó y encontró en ella a una mujer de avanzada edad que le pidió que se acercara y le confesó que era su abuela. Sin embargo, ésta había entregado el alma antes incluso de que el escritor naciera.
Tiempo después, ya con doce años, cuando examinaba viejos enseres con su padre, José reconoció un retrato de Nicolasa y se lo contó a su padre con naturalidad. Eso despertó la curiosidad de su progenitor, que dudaba de que fuera capaz de conocer a quien nunca había visto. Fue entonces cuando Zorrilla le contó la extraña aparición vivida en su infancia y recordó que incluso ella le había acariciado el pelo. Su padre permanecía incrédulo mientras Zorrilla, seguro de haber vivido esta experiencia, recapitulaba las palabras de su abuela: “Soy tu abuelita; quiéreme mucho, hijo mío, y Dios te iluminará.”
Fenómenos extraños
Mucho tiempo después, a raíz de una reforma en la que hoy es la casa-museo dedicada a Zorrilla, se han ido produciendo algunos fenómenos extraños que muchos han relacionado con la presencia de Nicolasa, lo que ha atraído el interés de los aficionados a lo paranormal. Desde la renovación de la vivienda, estos sucesos se han ido dando a menudo: espejos tirados al suelo, floreros y otros objetos movidos, cajones que se abren o luces que se encienden, son algunos de los episodios que se han podido entre esas paredes.
Los diversos testimonios cuentan que el supuesto fantasma de la abuela no es maléfico, sino travieso, y supuestamente se dedica a abrir las puertas las veces que haga falta hasta cansar al trabajador de turno que se empeña en cerrarlas, o que mantiene en forma al guardia de seguridad que tiene que ir a apagar las luces del inmueble unas cuantas veces por noche.
Parece ser que estas anomalías se acentuaron a partir del momento en el que se quitó del circuito turístico de visitas una habitación que solía ocupar la abuela Nicolasa y a la que se accede por un estrecho pasillo, habitación en la que, precisamente, Zorrilla vio de niño uno de esos espíritus. Más recientemente se decidió volver a incluir dicha sala en el itinerario museográfico.