Aprendiendo a volar
Javier A. Muñiz / ICAL
Atravesar el umbral de la mayoría de edad es, comúnmente, una fecha señalada en rojo en el calendario de cualquier adolescente. El paso a la vida adulta. La frontera entre las niñas y las mujeres, los niños y los hombres. Un esperado momento que aparece replicado a menudo de forma consciente en el ideario de la mayoría de jóvenes mientras aún transitan por la pubertad. Supone casi una suerte de rito de iniciación que se celebra con júbilo en el entorno más cercano. Cumplir 18 años supone 'hacerse mayor' y, por eso, ilusiona primero, y enorgullece después. Salvo que sea verdad.
La edad media de emancipación en España está situada en 29 años. Es entonces cuando los ciudadanos pasan realmente a experimentar lo que significa vivir por su cuenta. Por eso, la meta imaginaria que se traspasa con clarines y fanfarrias once años antes no deja de ser anecdótica para una afortunada mayoría. Sin embargo, no es así para quienes dejan de ser menores tutelados, y que para su desgracia, han pasado toda su infancia en centros de acogida. Los sistemas de garantía social ya no contemplan ningún plan para ellos. Existe un vacío asistencial que obliga a buscarse la vida a quienes aún son niños y no saben ser adultos. Los 18, para ellos, es un auténtico abismo.
Tapar ese hueco en las instituciones es lo que motiva el desarrollo del Proyecto Acompaña de Cruz Roja, que en Salamanca cuenta con uno de los dos únicos pisos de emancipación que hay en Castilla y León. Javier Vicente es el coordinador provincial de la institución y quien dirige un proyecto que ha cumplido ya dos décadas de funcionamiento. Vicente aclara que el piso es un "recurso residencial" en el que se desarrolla una "intervención integral" con los seis chicos que ahora mismo moran el inmueble, auqnue también trabajan con otros que, aún cumpliendo los requisitos de ingreso, no pueden estar.
Desde 2001 han pasado por el programa aproximadamente 315 jóvenes. Según recuerda Javier Vicente, durante algún tiempo llegó a haber dos pisos en la ciudad, un alivio para sofocar la demanda de este tipo de ayudas que, por desgracia, nunca dejan de hacer falta. Actualmente está financiado por la Junta de Castilla y León, a través del tramo autonómico del IRPF, y tiene un presupuesto aproximado de 66.000 euros para este ejercicio. Los resultados son difícilmente cuestionables. “Más de dos tercios de los participantes han finalizado su intervención de manera satisfactoria”, resume.
No es decir poco, habida cuenta de que valora el relativo “éxito” del programa en el hecho de que los jóvenes que son capaces de completar la intervención "no tienen apoyo de familiares ni otros adultos para cumplimentar el proceso". Sin embargo, “salen en mejores condiciones y con más oportunidades para emanciparse”. Objetivo cumplido. “No solo porque puedan encontrar más fácilmente un empleo, sino porque tienen una forma de vida, aunque sea a través de las prestaciones a las que tienen derecho”, explica, como la renta garantizada que pueden cobrar hasta los 25 años.
La Junta de Castilla y León, como administración competente, a veces prolonga la estancia de algunos chicos en el sistema de protección, pero el problema fundamental, en opinión del coordinador provincial de Cruz Roja en Salamanca, es el elevado desempleo que asola el país, especialmente en el sector juvenil de la población. “No es que falle nada, pero tenemos que pensar que estos jóvenes necesitan el acompañamiento y recursos como éste son perfectamente válidos. Es cierto que se sienten como en casa, pero ellos son los únicos responsables y les tratamos como adultos. Si no estudian y no se preparan, nadie vendrá con un trabajo”, recuerda.
Sin embargo, Vicente insiste en la falta de oportunidades que aqueja a la mayoría de estos jóvenes. “Somos el país de Europa con mayor desempleo juvenil y eso tiene unas consecuencias. Y los jóvenes que han fracasado en el sistema educativo formal, ven sus posibilidades reducidas mucho más. Si no hay empleo, ni formación, lo único que queda es la calle”, advierte a Ical.
Al pie del cañón
El piso de emancipación de Salamanca es el recurso residencial de Cruz Roja en el que reside un reducido grupo de jóvenes, de ambos sexos, en procesos de extutela o que están en riesgo de exclusión social. Allí conviven durante un tiempo determinado, que suele superar escasamente el año, con el fin de completar un proceso de transición a la vida adulta, potenciando sus capacidades a través de un itinerario de inserción sociolaboral.
Según explica a Ical, Yoana Martín, educadora de Cruz Roja que trabaja en el piso, el modelo de intervención arranca con una fase de acogida en la que conocen a los jóvenes una vez han sido derivados o solicitan una plaza. “Vemos qué es lo que necesitan y empezamos a planificar el proyecto educativo que realizamos con ellos”, comenta. Después llega “el grueso” de la intervención. Empiezan a residir en el piso y a ejecutar lo pactado, siempre de forma "individualizada y consensuada!, antes de iniciar la última fase. La salida, una vez “cumplidos o replanificados” los objetivos da lugar a una etapa de seguimiento ya fuera del piso.
El perfil que acude al recurso responde a chicos y chicas entre 16 y 23 años que han estado bajo el sistema de protección a la infancia, o están en riesgo, y carecen de alternativas de inserción o emancipación. “Al cumplir la mayoría de edad, muchas veces están en centros de protección a menores y se encuentran con que no pueden retornar con sus familias. Y no tienen donde ir. Les estamos pidiendo que se emancipen con 18 años, sin contar con apoyos familiares y enfrentándose a ese reto que es la vida adulta”, manifiesta Yoana, quien trabaja en el piso, junto a otra educadora y un equipo de voluntarios.
Allí, al pie del cañón, acompañan a los jóvenes en el desarrollo de lo que llaman el “PPI”, un plan personal individual. “Ellos son los protagonistas. Son mayores de edad, y deciden. Se trata de que vayan afrontando esas decisiones, que vayan aprendiendo y se preparen para la vida adulta. Cada chico o chica que está allí tiene una realidad diferente y unas necesidades distintas, pero trabajamos para que siempre estén realizando algún tipo de formación, o bien un itinerario de búsqueda de empleo. Están aprovechando el tiempo. O estudian o buscan empleo, o combinan ambas”, explica.
La propia Yoana, o bien su compañera, están en el piso de lunes a viernes entre las 8.00 y las 22.00 horas. Por las noches y los fines de semana los jóvenes están solos. “Queremos que tengan ese espacio para que vivan de manera independiente. Al final no es un centro de menores y no necesitan que estemos las educadoras la 24 horas del día. Ellos ya son adultos y se les trata como tal. Es su vivienda. Tienen llaves y entran y salen sin ningún problema”, indica. De igual modo, se les administra el dinero para hacer la compra, cocinan y limpian. Todo se realiza “en clave de autonomía”.
Estos itinerarios, sin embargo, sufrieron modificaciones durante el “duro” confinamiento. “Al final somos una gran familia y, como en cada casa, tuvimos que adaptar todas las rutinas y actividades del día a día a lo que se podía en cada momento”. Entre las nuevas obligaciones, adaptarse a los formación online y multiplicarse para dar apoyo psicológico combatiendo los miedos que surgieron. “Es importante que se relacionen para que vayan tejiendo redes de apoyo social que más tarde les puedan facilitar las cosas”, apunta, ya que “son chicos que no han gestionado nada, ni saben dónde están los sitios”.
Yoana lleva once años trabajando en el piso y atestigua que nunca ha habido problemas de convivencia. “Y si los hay, les enseñamos que cualquier cosa se puede hablar, que los demás tienen sus tiempos y que hay que convivir”. Lo cierto es que excluyen del recurso perfiles que deben encontrar acomodo en otro tipo de intervenciones, como madres con bebés o jóvenes con problemas de sustancias. “Al final, es un proceso personal voluntario, como mayores de edad que son, en el que solo necesitan un acompañamiento para afrontar las responsabilidades que deben asumir en todos los ámbitos con tan solo 18 años”.
Los sueños de Mamadou
Mamadou, con apenas 15 años, se vio envuelto en una complicada situación en su Guinea natal y decidió iniciar un proceso migratorio. Una vez en España, ingresó en un centro de menores tutelado donde vivió hasta cumplir su mayoría de edad. Fue entonces cuando, a través de las educadoras con las que convivía, solicitó una plaza para ingresar en el piso de Salamanca. Y se siente afortunado de haber logrado que se la concedan, puesto que “no es fácil” porque “hay mucha gente que quiere entrar”.
Llegó a finales de enero de 2020, ya lleva un año en el piso y enfoca la recta final de su intervención. “Al principio, puedes imaginarte que una persona con 18 recién cumplidos, sale y no y no sabe ni dónde ir ni cómo llevar la vida”, reflexiona. Recuerda que poco después llegó la pandemia y “todo lo que pasó”. “No sabía nada de nada”, pero gracias a las educadoras ha encontrado el apoyo para muchas cosas. “Ellas nos van guiando por el camino correcto”, agradece.
En el día a día se dedica a cumplimentar su plan “para salir de allí y vivir”. Al volver de clase ya tiene la comida preparada porque en el piso le han mostrado, aparte de cómo se cocina, que “cuando llegas, tienes hambre pero estás cansado y cuesta hacerlo”. Así que lo prepara el día anterior. Luego descansa un rato y se pone con las actividades. Estudia segundo curso de un grado medio en Electricidad.
Cuando llega el fin de semana, ya sin la supervisión de las educadoras, da rienda suelta a su afición: el fútbol. Mamadou, dependiendo de la ocasión, se va a entrenar con el Pizarrales, donde juega, o a los partidos del San Roque de Carbajosa de la Sagrada, donde a sus 19 años ejerce como delegado, cumpliendo con las prácticas de un curso que espera finalizar. “Cuando van a jugar, tengo que ir. Luego, tengo que estudiar, limpiar lo que no he hecho durante la semana. Y cuando llega el lunes, otra vez”, enumera.
El sueño de Mamadou seguro que a muchos les resulta familiar. “Quiero ser futbolista, pero es complicado porque hay mucha gente”, cuenta con realismo tajante. “Así que a través de los estudios me saqué en verano otro curso de monitor para trabajar también en eso”, explica con realismo aún mayor. No poder jugar por las restricciones es lo que peor lleva. Mientras tanto, los pies en la tierra. “Siempre estoy pensando en el presente, no en el futuro porque me agobio. No sé qué va a pasar”. Ni cuando salga del piso. “Yo lo agradezco. Esta ayuda es mucha. No se puede olvidar el día de mañana. Da igual si voy a otro sitio o no, siempre me acordaré de ellos”. Y es de bien nacido.