Los 'ángeles de la guarda' que esperan en Salamanca cuando has perdido todo el tu país
Javier A. Muñiz / ICAL
Tú país está en guerra. Te persiguen por tu religión, por tu ideología. Eres objetivo de narcotraficantes, bandas o maras, de guerrillas o grupos armados. Perteneces a una minoría social y eres blanco del odio. Tus legítimas posesiones te condenan al hostigamiento perpetuo. Por la amenaza de otros, ya no estás seguro en tu hogar. Son diversas las causas que pueden llevar a una persona a dejarlo todo y franquear una frontera, a echarse al mar. Ninguna romántica. Algunas lo hacen por buscar algo mejor, por encontrar un empleo, por reunir dinero para ayudar a su familia. Otras, sencillamente, huyen porque sus vidas corren peligro inminente y el estado al que pertenecen ha fallado en garantizar su protección.
En el año 2009, poco más de tres millares de personas solicitaron asilo en España. Una década después, en 2019, antes de que la pandemia bloqueara el tránsito internacional, la cifra se había disparado hasta las 118.264 personas, según datos del Ministerio del Interior. La inmensa mayoría, procedentes de Venezuela y Colombia, estados en crisis, pero también de Honduras, Perú, Nicaragua y El Salvador. Además, malienses, cubanos, ucranianos y marroquíes, en este orden, solicitaron protección en el país. De ellos, ni la mitad la encontraron, apenas un 40 por ciento. El 35 por ciento por razones humanitarias y solo un cinco por ciento por Protección Internacional. El 60 por ciento de las resoluciones fueron desfavorables.
“Las aprobaciones están siendo mínimas. Tienen que acreditar, no solo que su vida corre peligro, sino que su país no puede responder ante el problema. Lo que les viene a decir el estado es: ‘está bien, te quieren matar, pero tu país tiene una policía para resolver eso’. Muchas veces, el tema de las resoluciones es complicado”. Son palabras de Imanol Vizcay, educador social dentro del programa de Protección Internacional de Salamanca Acoge. En síntesis, se dedican a “acompañar a las personas en su proceso de vida hacia alcanzar la mayor autonomía posible”. Para ello, cuentan con un equipo multidisciplinar compuesto por un área jurídica, otra de búsqueda de empleo, trabajadores y educadores sociales, como él, y psicólogos.
La organización dispone de un centro de acogida con 25 plazas en la capital del Tormes. Allí, las familias que entran en el programa de Protección Internacional son atendidas por siete técnicos, disponen de habitaciones, cocina, espacios comunes y todo lo necesario para superar un plan que, en total, se prolonga un máximo de 18 meses. Reciben clases de castellano, formación en búsqueda activa de empleo, apoyo en trámites administrativos y todo lo relacionado con su integración en el entorno. Durante la segunda fase abandonan el centro y pasan a residir en una vivienda sustentada en las ayudas al alquiler, pero, según advierte el técnico, para poder acceder tienen que haber recibido una resolución favorable.
“Viene una persona. Necesita asistencia sanitaria. Le piden un NIE, Tiene que tener Seguridad Social. Para ello necesita un contrato. Venga, ¿dónde está la siguiente barrera?”, se pregunta Imanol, mientras describe a Ical una suerte de yincana burocrática que impide al colectivo migrante acceder a algunos derechos. Eso sí, aclara que mientras sean solicitantes de Protección Internacional tienen documentación en regla. Los primeros seis meses disponen de una tarjeta blanca que les impide trabajar, pero luego acceden a una roja que sí se lo permite. Como es natural, no pueden volver a su país durante el proceso. Apenas lleva un año como trabajador en Salamanca Acoge, tras haber completado allí sus prácticas, y ha experimentado las dificultades generadas por la pandemia. Sabe que la tendencia en número de casos es menor pero “solo se debe al cierre de fronteras”.
Aprecia una sensible evolución en la ganancia de independencia de las personas adscritas al programa. Los resultados de las clases de castellano son “óptimos” y, en el plano laboral, reconoce que las personas “no paran de moverse para encontrar empleo”. Sin embargo, advierte de que “como las posibles soluciones son mínimas, la autonomía total que se consigue es mínima". El hecho es que “casi nadie” completa el año y medio de duración máxima del programa, ya que algunos casos se resuelven de manera negativa en “apenas tres meses”. La cuestión que Imanol Vizcay denuncia es que se deniegan casos en los que hay vidas en riesgo. “Es gente que viene de países en los que el estado ha fallado, ya sea la policía, el sistema judicial o la propia sociedad, que no tiene armas para luchar contra eso”.
Una vez aquí, el trabajo de los técnicos de Salamanca Acoge es también favorecer su encaje en el entorno. En una ciudad, la salmantina, que Imanol Vizcay encuentra "hasta cierto punto recelosa” con el colectivo migrante, a pesar de que el el programa de Protección Internacional “despierta otro tipo de sentimientos en las personas” al tratarse de gente con problemas graves en su país. “En el día a día nos encontramos con muchos casos de discriminación. A menudo, a los problemas que tiene una persona 'normalizada', se les suman los derivados del choque cultural, que es algo que también trabajamos aquí”, explica.
Discriminación y delitos de odio
Pablo Martín lleva tres años trabajando como técnico de Igualdad de Trato y no Discriminación en Salamanca Acoge, aunque su llegada como voluntario se remonta a 2016. Es sociólogo y cuenta con un máster en Cooperación Internacional. Cada día trata de lidiar con casos de discriminación y combatir los delitos de odio que sufre el colectivo migrante en la ciudad. Lo hace a través de la detección, la investigación y el asesoramiento. “Un usuario con acento latinoamericano llama para un alquiler y le dicen que ya está cogido. Después llama un técnico y, sin ningún problema, le dan cita para ver el piso. Ese es un caso claro de discriminación que, por desgracia, vemos mucho”, ejemplifica.
La discriminación en el acceso a los pisos es de las más comunes y se da también cuando se publicita un anuncio de alquiler ‘solo para españoles’. Además, el técnico denuncia también casos en el ocio nocturno, !cuando un portero no les deja acceder a un local sin explicar la causa y a sus acompañantes sí". Asesoran a la persona y hacen una mediación entre el agente discriminador y la persona discriminada. "Siempre intentamos que no haya que llegar a los juzgados y que se alcance un entendimiento previo. Son procesos de negociación, básicamente, en los que informamos a la persona que ha cometido el acto de que está incurriendo en una infracción registrada como tal en la ley”, resume. De hecho, la legislación prohíbe expresamente limitar accesos por cuestiones de origen étnico o racial.
Todo se complica cuando los migrantes están en situación irregular. Según Martín, si una persona con ese estatus ha sido víctima de un delito de odio, difícilmente podrá denunciarlo porque “acercarse a una comisaría es arriesgarse a que le abran un expediente de expulsión para deportarlo”. Además, últimamente, afirma haber detectado muchos problemas con los bancos, que ponen trabas para la apertura de cuentas de pago básicas, llegando incluso a bloquear las cuentas de personas cuyos permisos de residencia han expirado o se encuentran en proceso de renovación. Respecto a ello han interpuesto una queja ante el Defensor del Pueblo y el Banco de España y "se está investigando".
Cuando se trata de menores se ven ante casos “aún más difíciles” porque son los padres quienes deben reconocer el problema y dar el primer paso. “Muchas veces tienen miedo a represalias, tanto por parte de los compañeros que incurren en el bullying, como por parte de la propia institución, que no quiere ver manchado su nombre”. Por otro lado, se aplican en impartir formación en academias de policías para combatir, por ejemplo, las denominadas paradas raciales. “Construyen perfiles raciales de uso interno para la Policía, y los asemejan con ciertas actitudes delictivas. No es ilegal, pero es inmoral. Intentamos concienciarles de que eso es discriminación y de que no tiene por qué ser así”, matiza.
Salamanca Acoge es parte del Servicio de Asistencia a Víctimas de Discriminación Racial, adscrito al Ministerio de Igualdad, y cuenta asimismo con financiación del Ministerio de Inclusión y del Fondo de Asilo, Migraciones e Integración de la Unión Europea. Sin embargo, Pablo Martín considera que las administraciones públicas “llevan varios años desatendiendo los servicios sociales públicos”, precisamente porque “han convertido a asociaciones como esta en una suerte de subcontrata, pero cuyos fondos dependen de proyectos que salen a concurso y no de un presupuesto establecido”. Esto "dificulta mucho" la atención a los usuarios porque se pasan gran parte del tiempo “haciendo papeleo” para justificar las subvenciones concedidas.
Sobre la polarización del debate acerca de la inmigración en España, Pablo Martín advierte acerca de "los populismos" que intentan atraer la parte “más visceral” de las personas. “Juegan con los sentimientos y no con las políticas reales. Es mucho más fácil proponer quitar subvenciones y acusar a inmigrantes de robar que redactar una política que se materialice en un beneficio para todas las personas, independientemente de su procedencia”, concluye.