La noción de que la violencia puede tratarse como una enfermedad infecciosa no es nueva. Desde finales de los años setenta, epidemiólogos en Estados Unidos han intentado modelizar las explosiones de violencia igual que se hace con un brote de gripe, buscando los focos para tratar de prevenir atentados, ataques o suicidios.
Quizá el ejemplo más famoso fue el proyecto CURE Violence (Curar la Violencia) promovido en Chicago por Gary Slutkin, epidemiólogo de la Universidad de Illinois. Slutkin, que empezó estudiando la transmisión de la tuberculosis y el cólera, aplicó sus conocimientos al control de la violencia. En su primer año, 2000, los tiroteos en West Garfield, la comunidad más violenta de Chicago, se redujeron un 67%. Cuatro años después ampliaron su labor a 15 comunidades y los homicidios en la ciudad se redujeron un 25%
"El mayor predictor de un tiroteo es un tiroteo anterior", declaró Slutkin a New Scientist en 2014. "Eso es lo que distingue a las enfermedades infecciosas, causa más de sí misma, es lo que ocurre con la gripe, un resfriado o la tuberculosis; en un mapa, la violencia se ve como círculos con una alta concentración en el medio, y lo mismo pasa con el cólera o la malaria".
Entonces, si la violencia callejera es como una enfermedad infecciosa, ¿puede reducirse alterando elementos de las mismas calles? Esa es la tesis de un nuevo trabajo que aparece esta semana en JAMA Pediatrics. Su autora, Alison J. Culyba, es epidemióloga en el Hospital Infantil de Philadelphia y cuenta a EL ESPAÑOL que "es cierto que algunos investigadores han empezado a examinar la violencia como algo contagioso, y han intentado aplicar las mismas preguntas que se usan para estudiar enfermedades infecciosas". "Es un enfoque muy interesante porque sabemos que muchas veces, un único episodio de violencia puede conducir a futuras represalias y más violencia".
Ocurre además que, en muchas ciudades, la violencia suele producirse en unos barrios más que en otros. Sin embargo, Culyba advierte que este estudio, aunque apoye esa noción epidemiológica, "no se centra en cómo se extiende la violencia, en cambio, estábamos interesados en estudiar el entorno inmediato de las víctimas de homicidios, comparándolo a aquellos entornos donde los adolescentes no han sido heridos".
El objetivo era identificar características que puedan ayudar a comprender cómo se relaciona el entorno con el riesgo de violencia extrema. "Entender estas características es muy importante, porque puede informarnos en futuros estudios acerca de invertir en cosas como iluminación, infraestructura para peatones o parque, y ver si estas intervenciones pueden reducir el homicidio u otras formas de violencia severa", añade Culyba.
El estudio no pretende aplicar la "teoría de las ventanas rotas", esa conocida hipótesis de la criminología creada por George Kelling que dice que un ciudadano es menos proclive al vandalismo si el entorno está cuidado. O dicho con otras palabras, que si uno ve rotos los cristales de una ventana, es probable que lance una piedra y acabe rompiendo otra. "Con esta investigación, no podemos decir si con mejor iluminación o señalizando un paso de cebra provocaremos un descenso de la violencia", dice la investigadora.
Hasta el momento, sólo pueden asegurar que algunos elementos de mobiliario urbano no estaban presentes en los lugares donde sucedieron los homicidios. Los siguientes pasos serán organizar ensayos clínicos aleatorizados que ayuden a Culyba y compañía a determinar qué elementos de mobiliario urbano pueden provocar un descenso en la violencia juvenil.