Dependiendo de las circunstancias, llamar a alguien por un nombre diferente al suyo, o ser llamados por otro diferente al nuestro, puede desembocar en consecuencias catastróficas. Pero sin llegar a estos extremos y quedándonos en los casos más inofensivos de estos lapsus, ¿qué madre o padre no le ha llamado a uno por el nombre de su hermano o hermana? En tales situaciones, y siempre que no exista un verdadero trastorno serio, tal vez pensemos que están comenzando a chochear. Pero cuando nosotros mismos nos convertimos en padres o madres y caemos en idéntico error con nuestros propios hijos, quizá más bien lo achaquemos al estrés de nuestra agitada vida diaria, que nos confunde.
Tranquilos; la ciencia viene en nuestro auxilio para confirmarnos que no sólo nos sucede a nosotros, y que no se trata de chocheo, ni de que nuestra pareja esté necesariamente pensando en su ex. Es simplemente un fenómeno común inherente a los procesos cognitivos del ser humano. Así lo confirma a EL ESPAÑOL la recién doctorada neurocientífica y psicóloga de la Universidad de Duke (EEUU) Samantha Deffler, autora principal de uno de los escasos estudios científicos que han abordado este problema tan global como inexplicablemente desatendido hasta ahora. "Hay algunos estudios previos sobre la confusión de nombres entre personas, pero ninguno centrado en exclusiva y utilizando la técnica que hemos empleado", dice Deffler.
La investigadora y sus colaboradores decidieron poner a prueba este peculiar fenómeno por la sencilla razón de que todos ellos han sido víctimas de él: "Nos motivó el hecho de que a todos los autores del trabajo nuestras madres nos han confundido el nombre", explica. Pero no sólo sus madres; al parecer, la confusión ocurría incluso en el propio laboratorio: "David Rubin, mi supervisor [y coautor del trabajo], continuamente me llama por el nombre de mi compañera de laboratorio, aunque no nos parecemos en nada", dice la investigadora.
En su estudio, publicado en la revista Memory & Cognition, los autores lo relatan con el humor que merece el caso: "El último autor [Rubin], habiendo experimentado este aparente agravio siendo niño por parte de unos amorosos padres, ahora lo hace con sus estudiantes, y sólo tiene dos. Esto no podía ser simplemente parte del proceso de envejecimiento", escriben.
Patrones comunes
"En lugar de tomarlo solamente como una broma de trabajo, decidimos estudiar cómo y por qué la gente equivoca los nombres de personas muy familiares", expone Deffler. Así que los investigadores se pusieron manos a la obra, nada menos que con cinco estudios para los que reunieron a más de 1.700 participantes. En el primero de ellos demostraron la enorme prevalencia de estos lapsus: "Descubrimos que es un fenómeno muy extendido", dice la investigadora. En concreto, la mitad de los voluntarios declararon haber sido llamados por otro nombre diferente por parte de alguien cercano. Curiosamente, de quienes respondieron a la encuesta, sólo un tercio admitió haber caído en el mismo error.
La mitad de los voluntarios declararon haber sido llamados por otro nombre diferente por parte de alguien cercano
En los cuatro estudios restantes, los investigadores indagaron en qué tipo de confusiones se producen, en distintas muestras de población de todo el mundo y tanto desde el punto de vista del autor del lapsus como de su víctima. Y a partir de los resultados, Deffler y sus colaboradores han podido desentrañar la anatomía de la confusión de nombres. En primer lugar, no tiene nada que ver con el parecido físico de las personas cuyos nombres confundimos. Sí hay un cierto efecto dependiente de la edad y el género: "Les ocurre con más frecuencia a las personas mayores, y más a las mujeres; la madre tiende más a equivocar los nombres de sus hijos", señala Deffler.
También hay un cierto efecto atribuible a la similitud fonética de los nombres, ya sea en su comienzo, como Álvaro y Alberto, en su terminación, como María y Sofía, o en sus sonidos vocales, como Gabriel y Javier. Según estas reglas, los nombres pueden mezclarse incluso si son masculinos y femeninos, como Paula y Pablo. Pero por encima de todo lo demás, Deffler y sus colaboradores han descubierto que prima lo que llaman la categoría semántica: los nombres de hermanos se confunden con los de otros hermanos, los de amigos con amigos, parejas con exparejas, etcétera. Y con independencia de su género.
En el nombre del perro
Pero tal vez el hallazgo más curioso sea que en este batiburrillo de nombres familiares entran otros más insospechados. Como ejemplo, Deffler recuerda la retahíla de su madre: "¡Becky... Jesse... Molly... no, Samantha!". Becky es su hermana y Jesse su hermano, pero Molly era el pit bull de la familia. Y según descubre el estudio, tampoco la madre de Deffler era un caso raro; entre los nombres de la familia suelen incluirse también los de los animales de compañía, aunque no los de todos: "Casi siempre es el nombre del perro el que se usa", dice la investigadora. "Esto es, o bien porque utilizamos más los nombres de los perros [que los de otros animales], o porque el perro está más integrado en nuestro concepto de familia que, por ejemplo, el gato".
Aunque el estudio de Deffler y sus colaboradores se ha centrado exclusivamente en los nombres de personas familiares, abre un interesante camino de investigación para comprender los porqués de otros lapsus línguae. Por ejemplo, es una lástima que el estudio no cubra categorías como el famoso "¡viva Honduras!" del exministro Federico Trillo en El Salvador, o el agradecimiento de Mariano Rajoy al gobierno cubano durante su discurso pronunciado en Perú. Está claro que aún necesitamos más ciencia.