Cuando se trata de perder algunos kilos son muchos los que recurren a dietas milagrosas, que les prometen alcanzar sus resultados con el mínimo esfuerzo. Por esto, no resulta extraño que sean muchos los que caen en la trampa de quienes les venden fórmulas mágicas (que no se basan en parámetros nutricionales) para librarse del sobrepeso, sino que tienen en cuenta otras variables. Una de las últimas modas es diseñar dietas en base al ADN de cada persona.
Algunas compañías que realizan estudios genéticos, como DNAFit, Vitagene o DNActive, han querido sacar más partido a sus métodos y han comenzado a ofrecer a sus clientes la posibilidad de organizar un plan alimenticio en base a su secuencia genética.
El argumento que emplean es sencillo: en los genes de cada individuo se encuentra la clave para librarse del sobrepeso. Un método que muchos han puesto en tela de juicio. Ahora los planes de todas estas compañías han quedado en entredicho tras conocerse los resultados de un estudio realizado por dos investigadores de la Universidad de Stanford. Durante un año, Alia Crum y Bradley Turnwald mantuvieron engañados a los 233 voluntarios de su investigación para demostrar que la genética y la dieta no van de la mano.
A los autores poco les interesaba conocer la secuencia genética de los participantes, ni la dieta que seguían en su día a día o sus planes de ejercicio. Su intención no era otra que ver cómo reaccionaban ante la información que les iban suministrando. Es por ello que diseñaron distintos planes falsos para dar a esas 233 personas información que nada tenía que ver con sus perfiles genéticos reales. Y la prueba surtió efecto.
Para dar credibilidad a la investigación, Crum y Turnwald diseñaron dos experimentos, para los cuales seleccionaron dos genes: el CREB1, que está relacionado con el ejercicio anaeróbico, y el FTO, que en nuestro organismo se vincula a las señales sobre el apetito. En base a esto, dividieron a los participantes en dos grupos para evaluar cuál era su reacción, es decir, comprobar cuál era la capacidad anaeróbica del primer grupo y analizar si aumentaban o disminuían los niveles de hambre en el otro. Además, facilitaron material de lectura a los participantes para que conocieran más en detalle los genes que, supuestamente, estaban estudiando en su organismo.
En una primera prueba, los 116 participantes del primer grupo realizaron una prueba física, al tiempo que los los 107 del segundo fueron invitados a comer. Los investigadores analizaron cómo el organismo de unos y otros habían reaccionado a las pruebas, y pudieron comprobar las diferencias que existían en función de la versión del gen que tuvieran las personas. Por ejemplo, en el caso del gen CREB1, los encargados del estudio comprobaron que las personas con una versión protectora del mismo tenían una mayor capacidad anaeróbica al realizar ejercicio.
Una semana después, todos los participantes regresaron y fue entonces cuando el equipo liderado por Alia Crum les dio una información inventada respecto a sus genes. Con estos datos ya asimilados, los 223 participantes volvieron a realizar la misma prueba. Los del primer grupo comenzaron a realizar ejercicio en una cinta de correr y a los del segundo grupo se les dio a tomar un batido que contenía 480 calorías. Fue entonces cuando ocurrió algo que llamó la atención de los investigadores: en función de la información que habían recibido sobre sus genes, el rendimiento de los participantes cambió. Aquellos que creían tener una versión peor de los genes se sintieron cansados antes en la cinta de correr y vieron como el apetito se incrementaba más rápidamente. Por su parte, a los que se les mintió diciéndoles que la versión de sus genes era mejor, lograron mantenerse por más tiempo sobre la cinta y aseguraron que no tenían hambre.
Para demostrarlo, los investigadores midieron los niveles de oxígeno y monóxido de carbono de quienes habían hecho ejercicio sobre la cinta, mientras que realizaban análisis de sangre a los que tomaron el batido para comprobar sus niveles hormonales relacionados con el apetito. De esta forma pudieron comprobar que aquellos que se sentían más cansados o más hambrientos no presentaban los síntomas propios, sino que todo era en base a la información que habían recibido previamente. Ni el ejercicio ni la dieta influyeron en la sensación que tenían, sino que todo era culpa de la creencia de que sus genes era inferiores o superiores para realizar la tarea que le habían encomendado.
Como apuntaban los investigadores, esto podría asimilarse al efecto placebo que ciertos productos tienen en nuestro organismo. "La mentalidad de estar genéticamente en riesgo o protegido puede alterar cómo nos sentimos, lo que hacemos y, como muestra este estudio, cómo responden nuestros cuerpos", apuntaba Crum. La encargada de dirigir este estudio junto con Bradley Turnwald comentaba que los resultados de su experimento no implican que las pruebas de ADN sean necesariamente positivas o negativas, pero sí que, al proporcionar información sobre los genes, las empresas que realizan estos estudios deben ser conscientes del poder que ejercen sobre sus clientes y utilizarlo de manera responsable, porque el mero hecho de dar un resultado u otro está condicionando a la persona que lo recibe.
Genes y deporte, una relación inexistente
Tal es la repercusión que han alcanzado los estudios genéticos y su relación con la actividad física, más allá de las dietas, que 23 genetistas se han unido para recordar a la población que no existen evidencias que muestren que mediante el conocimiento del ADN se puede llegar a prescribir un entrenamiento personalizado o identificar talento atlético. Según recoge el British Journal of Sports Medicine, es bastante usual en los últimos tiempos que tanto los entrenadores como los propios padres realicen pruebas genéticas a los niños para así poder determinar si tienen o no futuro en el deporte. Una práctica que ha hecho saltar las alarmas en la comunidad científica.
Si, como ha quedado probado en la investigación de la Universidad de Stanford, el conocimiento de los genes puede llegar a influir de forma determinante en los adultos, más difíciles de convencer por la experiencia y el conocimiento que atesoran, en los niños esa influencia puede ser aún más perniciosa. Es por ello que los expertos piden que se establezcan más controles y unas directrices para que las empresas que realizan los estudios genéticos no realicen actividades que entrañen riesgos para las personas.
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