La llegada del hombre a la Luna pudo terminar en tragedia por cuestión de minutos. Es una escena que no falta en ninguna de la recreaciones del viaje del Apolo XI que abundan en estos días de celebración del 50 aniversario del primer alunizaje: el módulo Eagle desciende hacia la superficie con Neil Armstrong y Buzz Aldrin a bordo, pero no encuentran dónde posarse. No están en el lugar previsto. Unas alarmas alertando de un problema desconocido se encienden. El combustible a bordo es el justo para llegar y volver a bordo del módulo Columbia en órbita en el que espera Mike Collins, y se acabará en menos de un minuto. Pero Armstrong insiste.
El suspense se ve atenuado estos días porque conocemos el desenlace. Pero no fue así para José Manuel Grandela, un jovencísimo ingeniero de operaciones que seguía el alunizaje desde la estación que la NASA había montado en Fresnedillas de la Oliva. La pericia de Armstrong a los mandos completó la gesta que firmó con una frase célebre, aunque menos que la pronunció al brindar a toda la humanidad el primer paso en la Luna: "Houston, aquí Base Tranquilidad. El Águila ha aterrizado". Pero la responsabilidad de cada cálculo, cada dato de posición y velocidad, incluso del ritmo cardíaco de los astronautas pasó por la gigantesca antena que descollaba en un roquedal madrileño.
La propia historia de Grandela (Madrid, 1945) es material de película: comienza con un anuncio clasificado, pasa por participar en un acontecimiento que cambió la historia del hombre y culmina en 40 años de trabajo para la NASA. En estos días, soporta con entrañable paciencia el bombardeo de atención mediática y las citas divulgativas "antes de volver a caer en el olvido", bromea. Es un incansable proveedor de anécdotas: cómo, por ejemplo, cuando conoció a su ídolo, el padre del proyecto espacial Werner von Braun, y le preguntó si llegaríamos a Marte. "Yo no, pero tú sí", respondió el ingeniero de origen alemán. Hoy, Grandela da la misma respuesta a los niños de la edad de sus nietos a los que encandila con sus charlas.
Usted cuenta que creía que recorrería el mundo en barco, y terminó 'viajando' a la Luna. Ahí comienza su aventura, con un viaje por mar.
Era oficial radiotelegrafista en un barco de bandera extranjera. Mi mujer estaba conmigo, nos acabábamos de casar. Viajamos por EEUU, por Canadá, pero no parábamos nunca en España. Entonces recibí un telegrama -que para eso estaba ahí- del dueño, que ordenaba cambiar de rumbo a Valencia. "¡Hombre, qué bien!". Nada más atracar, mi mujer corrió a una cabina a llamar a la familia y contarles que estábamos bien. Después paró a comprar el ABC, y al abrirlo se encontró con el anuncio. Era un tercio de la página, la NASA tenía mucho interés en pescar radiotelegrafistas. Me lo enseñar y me dice: "Ya estás llamando". ¿Pero cómo voy yo...? "Piden inglés fluido, y tú tienes el mejor del barco". Los aparatos que requerían, además, eran para los que me había formado en la Escuela de Telecomunicaciones.
Los estadounidenses tenían un conocimiento de nuestro país maravilloso. Algunos creían que no tendrían electricidad para sus electrodomésticos.
Así que les llamó.
Llamé, y me dijeron: "Véngase usted inmediatamente a Madrid". Les respondí que eso no podía ser, que el barco no podía zarpar sin alguien en mi puesto y yo debía avisar por ley con 15 días. "Véngase entonces dentro de 16 días", responden. Me llevaron a la estación de Fresnedillas, que estaba prácticamente nueva: se había hecho ex profeso para llevar hombres a la Luna. Vi ese pedazo de antena gigantesca, oí unas voces por los altavoces en inglés, aquello empezó a moverse... Dentro, había cientos de equipos electrónicos que no había visto nunca, y luego supe la razón: la NASA los iba inventando en función de necesidades específicas. Un guirigay de conversaciones con terminología en siglas que no entendías... Vamos, que yo me quería ir de ahí.
Pero se quedó.
Pero me quedé. Empezaron los exámenes para ver si entendía el argot. Me pusieron a dos mozos, uno de Manhattan y otro tejano -le faltaba solo el sombrero, luego supe que lo tenía en el despacho. Y cada uno, con su acento más áspero, empezó a hacerme las preguntas más dispares. "¿A qué distancia llega la llamada de la ballena hembra? ¿Le ha gustado a usted su experiencia de cabalgar en París?". Fíjate tú si eran retorcidos. Pero es que las conversaciones que había que mantener eran rapidísimas y tenían que ver tu soltura y concreción. Y me cogieron. Yo tenía 23 añitos.
Calculábamos de cabeza, mientras ellos tenían una solapa de plástico llena de bolígrafos de la que sacaban una cartulina plastificada con la tabla de multiplicar. Y te decías: "¿Estos tíos han llegado a la Luna?"
¿Cuántos españoles trabajaban por entonces para la NASA?
Cuando entré éramos siete españoles en una vorágine de cientos de estadounidenses. "Local technicians", decían, haciendo así [sacudida] con la mano. Aquí no encontraban lo que necesitaban: en España, el que tenía formación técnica -la informática estaba despegando- hablaba un inglés muy limitado, y para el que lo hablaba bien no había tiempo para adiestrarle en los equipos. Así que los trajeron de fuera: americanos y españoles emigrados, garantizándoles un "sueldazo", que podrían traerse a sus familias y que estarían cerca de Madrid. Los estadounidenses tenían un conocimiento de nuestro país maravilloso. Me confiaron, ya cuando les demostré que no era un aborigen, que algunos creían que no tendrían electricidad para sus electrodomésticos.
¿Cómo era el trabajo día a día con los especialistas de la NASA?
Nosotros, con el Bachillerato, teníamos una formación amplísima. Sabíamos más de EEUU que ellos mismos. Y en la parte técnica se demostró. Calculábamos de cabeza, 7x7=49, mientras ellos tenían una solapa de plástico llena de bolígrafos -la llegué a tener yo- de la que sacaban una cartulina plastificada: "Seven by seven [recorre con el dedo]... Right, forty-nine!". Llevaban ahí la tabla de multiplicar. Y te decías: "¿Estos tíos han llegado a la Luna?". Esto ayudó a que nos miraran de mejor manera, pero sabían que en el momento en el que nos manejásemos, ellos se tendrían que volver a las praderas americanas con los bisontes. Así que todo eran trampas, todo informes negativos. Terminó llegando una queja al gobierno de EEUU y mandaron a un 'hombre bueno', de origen español, Sal (Salvador) Rubio. Se puso detrás de cada uno tomando notas y al final ellos se fueron y nosotros nos quedamos.
Si nuestra antena fallaba, la estación estaba muerta. Y podía ocurrir algo terrible ahí arriba.
Usted se vio involucrado en el proyecto Apolo XI nada más llegar.
Lo normal era recibir un curso de seis meses sobre el programa Apolo. Era muy ambicioso: pretendían que hubieran 21 lanzamientos y construir en la Luna una ciudad permanentemente habitada. Yo me leí el libraco entero, era mejor que Las mil y una noches. Me gané su confianza y echaron mano de mí para una función indispensable, la transmisión por microondas entre las antenas estaciones de Fresnedillas y Robledo. Si fallaba, el Apolo no despegaba. Y si ya estaba en el aire... mal asunto. La NASA exigía que las comunicaciones fueran segundo a segundo. La de Robledo estaba diseñada para seguir cuerpos celestes y era lenta, pero la nuestra podía moverse tres metros por segundo -y daba pánico verlo, temblaba el suelo. Pero era indispensable para seguir las señales en la Luna, con décimas de segundo de diferencia.
¿Para qué necesitaba la NASA una antena tan rápida?
El ordenador de a bordo del Apolo XI era lo más avanzado para la época: tenía 370 ks. ¡Guau! Y nosotros teníamos tres que eran tan grandes como una estantería, los UNIVAC, blindados en oro porque es mejor conductor que el cobre. Una capacidad de memoria enorme en la que habíamos cargado todo lo que podía pasar en los ocho días y medio de viaje. Y esa información era la que les íbamos mandando a su ordenador, que tenía que ir borrándola porque no tenía espacio. Todo estaba duplicado, salvo la antena. Si fallaba, la estación estaba muerta. Y podía ocurrir algo terrible ahí arriba. La de Robledo funcionaba como sistema esclavo: al llegar a la Luna, ellos se ocuparon del módulo en órbita con Collins y nosotros del descenso con Armstrong y Aldrin.
Fueron minutos largos como siglos. Lo pasamos realmente mal. Queríamos abrazarnos y no teníamos ni fuerzas. Nos habíamos olvidado de respirar.
Ustedes lo estaban recibiendo todo, hasta la telemetría y el ritmo cardíaco de los astronautas.
Recibíamos absolutamente todo, y todo en analógico: te ponías los cascos y escuchabas todas las conversaciones. Miles de datos, que te decían dónde estaban, a qué velocidad iban, qué cantidad de combustible les quedaba... El combustible era oxígeno e hidrógeno, congelados a -269 ºC para comprimirlo. Al llegar, la Luna empezó a tirar con la mala idea de que se estrellaran y tuvieron que hacer una corrección que les mandamos nosotros en dos minutos y 5 segundos, ni uno menos. Era complejísimo: si se pasaban de largo, adiós astronautas. Pero ocurrió que les llevamos a un sitio que no era el que habían previsto para aterrizar. Y se quedaban sin combustible. Fue nuestra responsabilidad en las últimas seis horas. Saltaron dos alarmas -que resultaron ser del ordenador de a bordo, que no podía calcular tanto- y el protocolo ordenaba abortar.
¿Cómo se salvó entonces el alunizaje?
Ahí se demostró la utilidad del cerebro humano. Armstrong había memorizado las fotos que tomó el Apolo X desde la órbita de la Luna, pero no reconocía nada. "60 seconds", les dijo Houston a través nuestro, el tiempo de combustible que les quedaba. No respondieron Todo lo que veían eran cráteres y suelo rocoso. Y el módulo era muy frágil, porque se diseñó para una atmósfera sin rozamientos: decía Aldrin que había atravesado la cubierta una maqueta idéntica con un bic. Cuando les cantó Charles Duke, la voz de Houston, "30 seconds", ya era muy poco. Fueron minutos largos como siglos. Lo pasamos realmente mal. Los vástagos de las cazoletas en las patas del módulo llevaban sensores que encendían luces en nuestras consolas. De golpe, se encendieron tres. "Engine stop", dijo Aldrin, 'motor parado'. Aquí, alguien dijo "¡viva!" o "hooray!". Queríamos abrazarnos y no teníamos ni fuerzas, nos habíamos olvidado de respirar.
¿Eran conscientes en aquél momento de la magnitud de lo logrado?
Los problemas que surgieron no eran los que habíamos previsto. Nadie pensó que la Luna iba a tener un mínimo de gravedad, que fue lo que se los llevó 6 kilómetros más allá del lugar previsto. Si tu equipo fallaba, se quebraba un eslabón necesario. Toda tu preocupación estaba en cumplir tu función asignada, y los españoles somos muy especiales para esto, tenemos sentido de equipo. Para mí, es el mayor logro colectivo de toda la historia de la humanidad. Así lo dijo Collins, cuando volvió con su bigote porque quería ser el primer en dejárselo en la Luna: "La misión Apolo XI fue como un gran submarino, con tres cabezas visibles como periscopio que no eran nada en comparación con los cientos de miles fuera de vista"
[Más información: Especial Apolo XI: 50 años de la llegada del hombre a la Luna]