Un día el casero dio la voz de alerta porque la casa se estaba llenando de pelusas. Había que hacer algo, se dijeron los inquilinos con más o menos convicción. Así llevan desde 1992.
Los europeos viven en la misma habitación, aunque suelen entrar juntos y salir por separado. Creen que el principal problema está en las lavadoras-secadoras que, tras cada lavado, sueltan unas tremendas pelusas multicolor. Uno de ellos hizo un gráfico con forma de pelota de pelusa:
"De momento, intentaremos usar un poco menos las lavadoras-secadoras, hasta que decidamos qué hacer", dijeron los europeos.
Bajón en Japón
Entre todos decidieron colgar en el salón un folio, que firmaron sobre el escritorio del japonés, con unas normas básicas de limpieza. Sin embargo, el americano escribió su nombre con lápiz, no con bolígrafo, y poco después lo borró.
Más tarde, el canadiense también tachó su nombre de la lista, así como el neozelandés y el ruso. ¿Alguien más? ¡También el japonés, que había puesto su escritorio, dio un paso al frente y se tachó de la lista! Al final, los firmantes del documento sólo cubrían el 15% de las pelusas que las lavadoras-secadoras vomitaban.
Mientras tanto, éstas siguieron acumulándose. Los científicos estimaron que no había habido tantas pelusas en la casa desde el Plioceno. La gata y el perro, hartos de estornudar, cada vez frecuentaban más el piso de arriba.
Todos estaban de acuerdo en que no podían dejar de lavar la ropa pero, entonces, ¿qué hacer para reducir las pelusas? Algunos sugirieron lavar menos ropa, otros cambiar gradualmente las lavadoras-secadoras por otras que no soltaran pelusa.
"¡No puedo dejar de lavar ropa, justo acabo de encontrar un buen trabajo!", dijo el chino.
Por su parte, el saudí, cuyo negocio de detergentes dependía del lavado de ropa, dijo que por qué no almacenar todas las pelusas en el sótano.
Las negociaciones eran complicadas, el folio del salón estaba amarillento y la cinta adhesiva no duraría mucho tiempo. Tenían que llegar a un nuevo acuerdo. Los habitantes fueron de habitación en habitación tratando de lograrlo. A la de los indonesios, a la de los europeos, a la de los africanos... Y esto se repitió periódicamente.
Algunos propusieron enmarcar el folio; así estaría menos expuesto a las inclemencias, el acuerdo duraría más y además le daría al salón un toque más solemne. Muchos aceptaron a regañadientes, aunque algunos no estaban de acuerdo, porque si había marco le pondrían un cristal, con lo cual nadie podría borrarse. Está bien, el folio tendría marco pero no cristal.
En su periplo de habitación en habitación, a veces estuvieron cerca de lograrlo. Todos los habitantes de la casa en el salón miraban el mismo documento enmarcado hasta que alguien soltaba un "no me gusta el tipo de letra" o "vaya, está torcido". Así llevan casi 10 años.
Si algo estaba claro es que había que comprar unas nuevas lavadoras-secadoras. Los habitantes más pobres de la casa, que apenas usaban las actuales, dijeron que era injusto que ellos tuvieran que pagar las nuevas.
El africano puso una colorida bola de pelusa en su mano y se la mostró a los europeos y estadounidenses. "Ustedes pagar lavadora", susurró. Éstos miraron a su vez al chino, que a esas alturas era quien más pelusa generaba, y éste empezó a silbar mirando al techo.
Naufrague en Copenhague
Por fin, hace seis años, decidieron sentarse a cerrar el acuerdo sobre el edredón del danés, que invitaba a galletas. Algunos habían preparado un pacto secreto, al margen del oficial, que se pasaron de unos a otros en una bolita de papel hasta que el chino, al que hicieron esperar en la puerta, descubrió el pastel y puso el grito en el cielo. La cosa pintaba mal, pero acabó aún peor. Una venezolana empezó a reclamar la palabra golpeando contra la mesilla y acabó levantando su mano ensangrentada.
"Esta mano, que ahora está sangrando, quiere hablar", dijo.
Entonces cerraron la puerta del cuarto y nadie sabe qué paso dentro. Poco a poco, de madrugada, todos fueron saliendo hacia sus respectivas camas. El acuerdo jamás se firmó, no hubo culpables ni víctimas. Sólo fracaso y silencio.
El tiempo pasó y los ánimos se fueron apaciguando. Un día, bajo la puerta principal, se coló un folleto de lavadoras-secadoras que no emitían pelusa. "Ahora, un 80% más baratas", decía en letras grandes.
"Quizá deberíamos volver a intentarlo", dijo el francés al ver el folleto, "¿qué tal en mi cuarto?"
Antes tomaron un pisco en la cocina del peruano, donde se juntaron para decidir que cuando se reunieran en el cuarto del francés decidirían algo. Así eran los habitantes de esta casa. ¿Y el español? Básicamente, decía que sí a todo y firmaba cuando le pedían una firma, aunque luego, a decir verdad, las pelusas se le iban cayendo del bolsillo.
Caminando de puntillas para no levantar más polvo, todos fueron acercándose al cuarto del francés. Mientras avanzaban, algunos fueron poniéndose de acuerdo. Esta vez tenía que salir bien.
El nuevo acuerdo global para reducir las pelusas de la casa estaba listo, sólo faltaban unos flecos, de nuevo referidos a quién iba a pagar por las nuevas lavadoras-secadoras. Por fin, el documento, blanco, impoluto, salió de la impresora. Todos se agarraron de las manos y miraron con los ojos iluminados al nuevo papel del salón. ¿Había llegado al fin el momento que llevaban esperando 24 años? ¿Vivirían por fin en una casa sin pelusa donde pudieran volver a sentarse en el suelo y donde los animales bajaran a la planta baja como antaño?
Entonces uno de ellos levantó la mano y dijo: "¿Y el marco?"