Setenta años del bikini de la vergüenza
En 1946 se iniciaron los ensayos atómicos en un atolón del Pacífico que hoy sigue sufriendo las consecuencias de la contaminación radiactiva.
23 julio, 2016 01:52Noticias relacionadas
En el remoto paraíso tropical de las Islas Marshall existe un lugar declarado desde 2010 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Pero el fundamento de esta protección no estriba en sus playas de postal o en la riqueza de los fondos marinos, sino en un paisaje herido por la mano humana que debería servir de eterno recordatorio. Entre 1946 y 1958, 23 explosiones nucleares (de un total de 67 en las Islas Marshall) castigaron el atolón de Bikini, un anillo de coral con forma de escudo aplastado, integrado por una cadena de 23 islas que suman una superficie total emergida de poco más de ocho kilómetros cuadrados.
A vista de pájaro, en la esquina noroeste del escudo se aprecia un mordisco que rompe la suave línea del bikini de la costa. No parece natural. Y no lo es: se trata del cráter Castle Bravo, el resultado de la bomba nuclear más potente jamás detonada por Estados Unidos. En Google Earth aún puede distinguirse incluso si se fija la altura del ojo a 400 kilómetros, por lo que es de suponer que también debe de ser visible desde la Estación Espacial Internacional. Este gran socavón relleno de aguas azules es la cicatriz más conspicua de la turbulenta historia del atolón, pero la mayor parte de la procesión va por dentro, en este caso bajo el mar: fondos arrasados y toda una flota fantasma de barcos utilizados como dianas para las pruebas.
El nombre de Bikini era desconocido para la inmensa mayoría de la humanidad hasta el verano de 1946. Terminada ya la Segunda Guerra Mundial con el triunfo de los aliados, EEUU sacó su programa nuclear del secretismo del Proyecto Manhattan y de los desiertos del suroeste a la luz pública. El primer ensayo con gran cobertura mediática y presencia internacional se llevó a cabo el 1 de julio de 1946 sobre una flota decrépita de 95 buques de guerra fuera de servicio desplegados junto al atolón de Bikini. A las 9 de la mañana, una bomba de fisión llamada Gilda, decorada con una foto de Rita Hayworth –la película acababa de estrenarse– se lanzó desde una fortaleza volante B-29, liberando sus 23 kilotones (la de Nagasaki rindió 21 kt) a 158 metros sobre la superficie.
La onda expansiva mediática del ensayo llegó a todos los rincones del mundo, proclamando el poderío atómico de EEUU. A miles de kilómetros de distancia, en París, el ingeniero Louis Réard eligió el nombre de bikini para su creación, un bañador femenino de dos piezas que cabía en una caja de cerillas y que, según su creador, podía hacerse pasar a través de un anillo de bodas; tan escandaloso que sólo una bailarina de strip-tease llamada Micheline Bernardini accedió a fotografiarse con aquella prenda declarada pecaminosa por el Vaticano. Réard quería provocar una "reacción comercial y cultural explosiva" como la de la bomba. Y vaya si lo consiguió.
El lugar más contaminado del mundo
Pero a pesar de todo, el test Able de la Operación Crossroads, como se llamó a aquel primer ensayo, fue un relativo fracaso, como se encarga de recordar en su nuevo libro Strange Glow: The Story of Radiation (Princeton University Press, 2016) el especialista en biología de la radiación de la Universidad de Georgetown (EEUU) Timothy J. Jorgensen. La bomba se desvió de su objetivo y sólo cinco barcos se hundieron. La baja eficacia de la explosión fue muy cuestionada en EEUU. Curiosamente la discusión, incluso en la prensa española, se centró en si la bomba atómica suponía realmente el fin de la guerra naval, como había proclamado la propaganda estadounidense: "Todavía impera la Marina", titulaba el ABC.
Otras críticas vinieron motivadas por los miles de animales, incluyendo ratas, cabras, ovejas, cerdos, ratones e insectos, situados a bordo de los barcos. Incluso el corresponsal del diario The New York Times en Madrid protestó porque, a su juicio, su colega del ABC en Washington se había mofado de las ratas.
La siguiente prueba no fue mucho mejor. El test Baker, ejecutado el 25 de julio, detonó una bomba de similar potencia bajo el agua; según Jorgensen, "produjo inesperadamente una difusión de agua altamente radiactiva que contaminó extensivamente todo aquello sobre lo que cayó". Ni siquiera los inspectores pudieron acercarse a los barcos, lo que obligó a la cancelación de un tercer ensayo previsto para el año siguiente. Pero no fue el fin de las explosiones nucleares en Bikini y en el resto de las Islas Marshall. Las pruebas continuaron durante 12 años más, haciendo cumbre en los 15 megatones de la bomba de hidrógeno del ensayo Castle Bravo; mil veces la bomba de Hiroshima, o 650 veces Gilda.
En total, más de 108.000 kilotones explotaron en las Islas Marshall. Y naturalmente, el mayor perjuicio fue para sus habitantes y sus descendientes. Los 167 residentes de Bikini fueron realojados antes de los ensayos, pero de poco sirvió. Según Jorgensen, la bomba Shrimp (gamba en inglés) de Castle Bravo, que resultó mucho más potente de lo esperado, cubrió las islas a sotavento de Bikini con más de un centímetro de polvo radiactivo. En 1956, la Comisión de la Energía Atómica de EEUU declaró las Islas Marshall "el lugar más contaminado del mundo con diferencia".
Como relata Jorgensen, y aunque los residentes de las islas más afectadas fueron reubicados, "incluso los que no enfermaron entonces recibieron dosis suficientes para ponerlos en riesgo de cáncer, sobre todo de tiroides y leucemia". El autor precisa que en 1998 el gobierno de EEUU dejó de hacerse cargo de la salud de los locales, obligándolos a reclamar sus gastos a un tribunal de compensación. Pero el presupuesto se acabó en 2009, cuando aún se debían 45,8 millones de dólares a las víctimas.
Una herencia persistente
Hoy los habitantes de las Islas Marshall continúan reclamando justicia a través del Tribunal Internacional de Naciones Unidas en La Haya, al tiempo que abogan por el cumplimiento del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares acordado en 1970 por 191 países; aunque según Jorgensen, "las perspectivas de éxito en esta lucha de David contra Goliat son escasas". Pero los problemas de los marshallenses no son agua pasada: un nuevo estudio publicado ahora en la revista PNAS por investigadores de la Universidad de Columbia (EEUU) revela que los niveles de radiación en Bikini aún son inesperadamente altos. La media de radiación en el atolón es de 184 milirems por año, llegando en algunas zonas a 639 mrem/año. Los pronósticos elaborados en los años 80 calculaban que hoy debería haber bajado a 16-24 mrem/año.
En España, según el Consejo de Seguridad Nuclear y siguiendo la normativa europea, el límite de dosis para el público en general es de 100 mrem/año, y de 5.000 mrem/año para los trabajadores expuestos; pero obviamente, se trata de márgenes muy prudentes. El codirector del estudio, el físico Emlyn Hughes, se apresura a aclarar a EL ESPAÑOL que sus resultados no deben detraer a los viajeros de disfrutar del paraíso tropical de las Islas Marshall: "Los actuales niveles de radiación no suponen un riesgo para los visitantes casuales". En cuanto a los residentes del archipiélago –Bikini continúa deshabitado, salvo por unos cinco cuidadores locales–, es otra cuestión: "Depende de los niveles de radiación en la comida local, que no hemos medido", dice.
Según Hughes, el error cometido se debe a que "las predicciones tienen una gran incertidumbre, ya que pronosticaban cuánta radiación se lavaría de las islas, lo que no es fácil de estimar". Pero el estudio de Bikini deja una pregunta en el aire, y es si la misma incertidumbre afectará a vertidos nucleares que atañen a poblaciones mucho mayores. Otra investigación reciente ha determinado que la radiación en el Pacífico tras el accidente de la central nuclear de Fukushima en 2011 ya ha descendido casi a niveles previos al desastre. Pero queda la duda de cómo la contaminación persistente en la planta impactará en el futuro.
Precisamente el estudio del caso de Fukushima "ha sido valioso para evaluar estos riesgos", señala Hughes. Pero "aún pueden producirse errores", añade. Por su parte, Timothy Jorgensen, el autor del nuevo libro, expone a EL ESPAÑOL que los modelos para predecir la persistencia de la radiación causada por el ser humano en el medio ambiente son análogos a los meteorológicos; "y como el pronóstico del tiempo, a menudo son imprecisos".
Aprender del pasado
Las enseñanzas de Bikini pueden ser especialmente relevantes en una época en que, a juicio de los expertos, la amenaza nuclear está más presente que en los peores tiempos de la Guerra Fría, sin que los arsenales atómicos estén ni mucho menos próximos a desaparecer. En un artículo que Jorgensen publicará en agosto en la revista Health Physics, argumenta que debemos estar preparados contra el fantasma de la radiactividad; es "la nueva normalidad", dice el autor. "Debería existir al menos algún entrenamiento limitado sobre radiación para la gente en lugares que sean posibles dianas terroristas", sugiere.
Pero todo ello, agrega Jorgensen, sin caer de nuevo en la psicosis atómica. Al fin y al cabo, la radiación forma parte de nuestras vidas y nos rodea sin que seamos conscientes de ello; se estima que la mitad del calor producido por la Tierra se debe a la desintegración de isótopos radiactivos. Esta polución natural, causada por depósitos en el terreno, es especialmente elevada en ciertos lugares del planeta: los habitantes de Ramsar, en Irán, reciben dosis de hasta 13.200 mrem/año a causa del radio-226 en el suelo. "Estamos expuestos a bajos niveles de radiación todo el tiempo sin consecuencias apreciables", subraya Jorgensen.
Con todo, el autor no pretende minimizar el peligro. "Hay sitios con un nivel de fondo de radiación muy alto y pueden aumentar el riesgo de cáncer para las personas que viven en ellos", apunta. Pero destaca que el objetivo prioritario de su libro, que narra la historia de amor y odio entre el ser humano y la desintegración del átomo, es formar lectores concienciados e informados; "eliminar algo del misterio y los malentendidos que rodean a la radiación", concluye.
Apenas ha pasado un siglo desde que beber agua radiactiva era la última moda que lo curaba todo, y menos tiempo aún desde que las esferas de los relojes de las mesillas se pintaban con radio para que brillaran de noche. Hoy aprovechamos sus beneficios en campos como la medicina y la investigación, pero también sabemos valorar mejor sus amenazas. Buena parte de ello ha sido a costa de las víctimas de Bikini y de los 2.055 ensayos nucleares llevados a cabo en todo el mundo desde 1945, sin contar los innumerables accidentes como Chernóbil o Fukushima. Pero guste o no, parece que este enemigo invisible llegó para quedarse, y a lo más que podemos aspirar es, en palabras de Jorgensen, a ser los "maestros de nuestro propio destino radiactivo".