"Nuestro Collie escocés, Buckaroo, está a punto de cumplir 14 años. Si nos regimos por la idea desacreditada desde hace tiempo de que un año de vida para un perro equivale a siete para un ser humano, sería casi centenario". Así comenzaba un artículo de Virginia Morell, redactora de Science Mag, que ha alcanzado un éxito arrollador en redes sociales a finales del año pasado. Se puede resumir en la siguiente idea: la equivalencia en la edad de un perro y la de sus dueños se puede calcular fidedignamente, pero no sin aplicarle primero algo de ciencia a la fórmula.
Lo cierto es que la equivalencia de "siete años por uno" proviene de una cuenta a ojo: durante muchas generaciones, la media de vida para el ser humano ha sido de 70 años y la de un perro, de diez. Esto ha quedado obsoleto no solo por el hecho de que la medicina y la veterinaria tiendan a alargar nuestras respectivas vidas, sino por un concepto relativamente reciente: el reloj epigenético, un concepto que hace referencia a las modificaciones bioquímicas que sufre el ADN de un individuo a lo largo de su vida.
Los investigadores han elaborado un modelo de una de estas modificaciones, la adición de grupos metilos en secuencias específicas del ADN, que sirve para medir la edad biológica. Se trata de la "edad real" de organismo, en base al desgaste que le haya hecho sufrir nuestro estilo de vida, las enfermedades sufridas y las predisposiciones genéticas con las que partíamos. La posibilidad de establecer predicciones de longevidad en base a esto se han planteado como un problema ético: podría ser usada, por ejemplo, por las empresas aseguradoras para discriminar clientes.
Pero esta incorporación de metilo en secuencias de ADN no es exclusiva del hombre: la existencia del reloj epigenético ha sido documentada en ratones, chimpancés, lobos y, sí, perros. Para determinar hasta qué punto difieren de la versión humana, el equipo del genetista Trey Ideker de la Universidad de California en San Diego se centró en el mejor amigo del hombre. Evolutivamente, el perro se separó muy pronto de los mamíferos de los que descendemos nosotros directamente, pero son un buen grupo con el que compararnos ya que "viven en el mismo entorno" y muchos "reciben cuidados médicos similares".
Su análisis reveló que sufren la metilación de forma similar al hombre en determinadas regiones genómicas con una alta tasa de mutación. Y las similaridades fueron más obvias cuanto más se compararon con niños en el caso de cachorros, y con ancianos en el caso de perros envejecidos. Lo más importante, sin embargo, fue que la incorporación de metilo al ADN era parecida en un determinado grupo de genes a lo largo de la vida de ambas especies.
Esto apuntaba a que algunos aspectos del envejecimiento son una continuación del proceso de crecimiento, en vez de un proceso completamente distinto. Y algunos de estos cambios han sido preservados evolutivamente en los mamíferos, según el artículo publicado en la revista bioRxiv.
¿Cómo nos lleva esto a una calculadora de la equivalencia de la edad perruna? La tasa de metilación en perros se puede equiparar a la humana mediante una fórmula que solo aplica, atención, a canes que ya han cumplido al menos su primer año. Tomamos el logaritmo natural de la edad del perro, lo multiplicamos por 16 y le sumamos 31: 16 ln(x) + 31, siendo x la edad. Para simplificar las cosas, la publicación incluye una calculadora para que podamos saber inmediatamente el resultado para el nuestro.
Como imaginábamos, el reloj epigénetico de un Labrador va mucho más deprisa que el de un ser humano: con un año equivale a un treintañero, con dos, a alguien de mediana edad, y a partir de ahí se ralentiza, hasta una esperanza de vida media de doce años que corresponden a nuestros 70. Otras razas son más longevas: para Buckaroo, el protagonista de nuestra historia, sus catorce corresponden a 73 años humanos, por lo que no es ni mucho menos tan anciano como el cálculo tradicional haría suponer. "Y son 73 años muy bien llevados", precisa la orgullosa dueña.