Imagine que está en su casa sentado en el salón con las ventanas cerradas, intentando leer un libro o mantener una conversación tranquila. Pero el ruido de un martillo mecánico de las obras en la calle, el hilo musical del vecino de arriba o el petardeo incesante de las motos que se paran en el semáforo le impiden encontrar la concentración necesaria para hacerlo. Tendría varias opciones para evitar esa situación desagradable: intentar convencer a los vecinos de que respeten sus derechos o irse de su casa a buscar un lugar más silencioso.
La segunda no sería una posibilidad para un organismo que vive anclado en el suelo del océano o se mantiene la mayor parte del tiempo en relación directa con su superficie, incapaz de hacer desplazamientos largos. Estaría condenado a sufrir las consecuencias de la exposición al ruido. Es lo que les pasa a la mayoría de los seres vivos (invertebrados, plantas, algas) que viven en contacto o anclados al lecho marino.
Los arrecifes de coral o las praderas de Posidonia oceanica son ejemplos de ecosistemas marinos que hacen las funciones de residencia de estos organismos. Juegan un papel fundamental para el equilibrio natural de la Tierra y a su vez están amenazados por la contaminación acústica.
Percibiendo el sonido
Los animales marinos usan el sonido para comunicarse. Mientras que la luz solo puede penetrar unos pocos metros de la superficie, el sonido se desplaza muy rápido (viaja a unos 1 500 m/s en el agua y a 350 m/s en el aire) y recorre cientos de kilómetros en el océano. Esto permite a los habitantes del mar intercambiar información fundamental para su supervivencia y la de los hábitats que ocupan.
La bioacústica estudia los procesos fisiológicos que hacen posible la percepción y producción de sonidos. En el océano, los cetáceos y los peces son capaces de producir sonidos y percibirlos por medio de sistemas auditivos complejos. Esto les permite comunicarse mediante señales acústicas.
También los invertebrados poseen sistemas para producir sonidos. Los erizos de mar emplean sus caparazones y algunos camarones muy ruidosos usan las burbujas que generan al cerrar sus pinzas.
En lo que se refiere a la percepción del sonido, los invertebrados carecen de un oído parecido al de los vertebrados superiores. La mayoría de invertebrados poseen unos órganos sensoriales especializados, llamados estatocistos, responsables de recibir las vibraciones sonoras.
El estatocisto es una estructura, omnipresente entre los invertebrados, que interviene en la regulación de una amplia gama de comportamientos. Por ejemplo, en el caso de los cefalópodos, la locomoción, la posición respecto a la gravedad, el control del movimiento de los ojos, el patrón de coloración del cuerpo y la captación de sonidos de baja frecuencia.
Las plantas tienen una estructura análoga formada por granos de almidón. Les permite, por ejemplo, que las raíces sean capaces de encontrar la dirección adecuada para enraizar correctamente.
El ruido y los organismos sésiles
El hecho de no poseer órganos sensoriales específicamente dedicados a la percepción del sonido no convierte a estos organismos en menos vulnerables al ruido. En los últimos 100 años, coincidiendo con su exploración y explotación industrial, la actividad humana ha introducido en el océano una cantidad ingente de fuentes de contaminación acústica (barcos, prospecciones y explotaciones de petróleo y gas, construcción y operación de parques eólicos, puertos y puentes, sonar militar o comercial) que ha invadido los hábitats marinos y ha afectado de manera especialmente crítica a estas especies sésiles o con poca movilidad.
Sin capacidad de huir a parajes más silenciosos, están condenados irremediablemente a sufrir las consecuencias de la exposición al ruido a nivel morfológico, fisiológico y comportamental. Los organismos sésiles o con poca movilidad pueden presentar cambios de comportamiento cuando están expuestos al ruido.
Por ejemplo, pueden ver comprometida su capacidad de cerrar las valvas o de recuperar su posición natural, excretar tinta, tener una reacción de alarma, incrementar su agresividad, o limitar su capacidad de defensa frente a un depredador. Pueden sufrir cambios en su alimentación, crecimiento, respiración o reproducción y en el desarrollo de los huevos y larvas.
Cuando están expuestos a sonidos de alta intensidad durante un tiempo prolongado, las consecuencias son más críticas. Incluyen daños a nivel físico, como barotrauma (rotura masiva de órganos internos), cambios en los niveles de percepción de sonido y en las estructuras encargadas de percibirlo (lesiones en los estatocistos y otras células sensoriales que están en la superficie del cuerpo), que pueden acabar provocándoles la muerte.
Además, a nivel fisiológico la exposición continuada puede provocar un incremento en indicadores del nivel de estrés (hormonas, tasa metabólica, repuesta inmune, fisiología cardíaca o condición general del cuerpo) o daños irreversibles en el ADN.
En el caso de los organismos exclusivamente sésiles, como los corales, la Posidonia oceanica (la única planta superior con flores del Mediterráneo), las algas, los sabélidos (gusanos que viven dentro de un tubo calcáreo), las esponjas, las anémonas y un sinfín de organismos que viven anclados en el suelo del mar, esta situación es especialmente grave.
La acumulación de esos efectos en sus habitantes puede comprometer la supervivencia de ecosistemas vitales como las praderas de posidonia (inhabilitando su capacidad de enraizar o nutrirse) y otros pastos marinos, o los arrecifes de coral (ya muy afectados por el cambio climático).
Como una especie más que vive y comparte el planeta con los habitantes del océano, tenemos que tomar conciencia de nuestra responsabilidad en la creciente presión a la que sometemos el medio marino. No solo por los efectos devastadores del cambio climático y la contaminación por plásticos y otros residuos no biodegradables. El ruido que introducimos en los océanos contribuye a la pérdida de la biodiversidad, altera el equilibrio de los ecosistemas de la Tierra y constituye una amenaza para la humanidad.
*Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.
*Marta Solé Carbonell, autora e investigadora senior del Laboratori d'Aplicacions Bioacústiques (LAB) de la Universitat Politècnica de Catalunya - BarcelonaTech.