Las ballenas barbadas gigantes, como las azules, las rorcuales o las jorobadas, comen (y defecan) al menos tres veces más de lo que se pensaba, un dato que no solo cambia las previsiones sobre la salud y la productividad de los océanos, sino que además llega en un momento crucial para el planeta.
Solo entre 1910 y 1970, la caza industrial acabó con más de 1,5 millones de ballenas en aguas de la Antártida y, desde entonces, su población no se ha recuperado pero, entonces, ¿por qué hay cada vez menos krill? (crustáceo del que se alimentan).
Un estudio liderado por la Universidad de Stanford y publicado en Nature concluye que la relación entre la desaparición de las ballenas y del krill no solo está relacionada sino que es una muestra de hasta qué punto estos gigantes marinos son importantes para los ecosistemas marinos.
"Cincuenta años después de que dejar de cazar ballenas, todavía estamos aprendiendo qué impacto tuvo eso. El sistema no es el mismo", afirma Matthew Savoca, investigador de la Estación Marina Hopkins de Stanford y autor principal del trabajo.
Presencia del krill
Para saber por qué el krill antártico no deja de menguar, los investigadores quisieron saber cuánto comen las ballenas, y para ello, entre 2010 y 2019, recogieron datos de 321 ballenas azules, rorcuales, jorobadas y minke, de los océanos Atlántico, Pacífico y Sur.
Las ballenas estaban marcadas con un dispositivo en miniatura -con cámara, micrófono, GPS y un acelerómetro que rastrea el movimiento- que captaba sus actividad en tres dimensiones.
El conjunto de datos se completó con fotografías de drones de 105 ballenas que sirvieron para medir su longitud y crear estimaciones precisas de su masa corporal y del volumen de agua que filtraba cada ballena con una bocanada.
En colaboración con la División de Investigación Medioambiental de la NOAA y la Universidad de California en Santa Cruz, los investigadores también usaron un dispositivo llamado ecosonda -que Savoca compara con "un elegante buscador de peces"- que usa ondas sonoras en varias frecuencias diferentes para medir la cantidad de presas que hay.
Así, durante diez años, recopilaron información sobre la frecuencia con la que se alimentan las ballenas, la cantidad de presas que consumían y las capturas disponibles.
El análisis de los datos reveló que las ballenas del Océano Antártico comen aproximadamente el doble de krill de lo que se pensaba y que las ballenas azules y jorobadas que se alimentan de krill en la costa de California comen entre dos y tres veces más de lo estimado.
A partir de estos datos de consumo, los investigadores calcularon que a principios del siglo XX el krill en el océano Antártico tuvo que ser unas cinco veces más abundante que ahora para poder alimentar a la población de ballenas de aquel momento.
Esto demuestra que las ballenas "juegan un papel complejo en sus ecosistemas, y que su declive o recuperación está fuertemente ligado a la productividad y al funcionamiento general del ecosistema", subrayan los autores.
Abundancia de fitoplancton
Además, una segunda parte del estudio recuerda que el Océano Austral es uno de los ecosistemas más productivos de la tierra, en gran parte debido a la abundancia de fitoplancton (algas microscópicas) que es una fuente de alimento vital para el krill y una herramienta básica para el almacenamiento de carbono de los océanos.
Al comer krill y defecar, las ballenas devuelven al agua el hierro encerrado en el krill, poniéndolo a disposición del fitoplancton, que lo necesita para sobrevivir. Las ballenas tienen esa increíble capacidad para reforzar el sistema, subraya el estudio.
El estudio sugiere que si las poblaciones lograran recuperarse hasta alcanzar los niveles anteriores a la caza industrial de principios del siglo XX, sería posible restaurar los ecosistemas oceánicos.
"Puede que tardemos unas décadas en ver los beneficios, pero es la lectura más clara hasta ahora sobre el enorme papel de las grandes ballenas en nuestro planeta", asegura Nicholas Pyenson, conservador de mamíferos marinos fósiles del Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian, y coautor del estudio.