Llamamos "mala praxis" a actos que, bajo estricta responsabilidad profesional, se realizan aún a sabiendas de ser fraudulentos o negligentes. Dichas prácticas afectan a áreas tan importantes como la medicina, la abogacía, la contabilidad pública y la economía. En el caso de las negligencias médicas pueden llegar a causar daños graves en un paciente, mientras que en el ámbito científico pueden sembrar dudas razonables sobre los avances conseguidos.
Con el objetivo de eliminar suspicacias, los investigadores están obligados a detallar sus fuentes de financiación, además de indicar si existe algún tipo de conflicto de interés con respecto a los resultados de su trabajo. Entendiendo como conflicto de interés el conjunto de circunstancias que crea un riesgo de que un juicio o una acción profesional sea influida indebidamente por un interés secundario.
Este compromiso debe ser incluso mayor en caso de que los estudios hayan disfrutado de capital privado para hacer frente, como suele ser habitual, a los elevados costes y utilizar tecnología y equipamientos complejos.
De este modo, aunque es totalmente lícito que se reciba dinero u honorarios de, por ejemplo, una empresa farmacéutica interesada en algún producto o aspecto relacionado con la investigación, se debe señalar toda relación existente. Hacerlo salvaguarda la honorabilidad y objetividad de los autores del estudio. Además de que se preserva la integridad científica y el valor o impacto de la investigación.
No obstante, esta norma no siempre se sigue. Es bien conocido que la industria del azúcar desvió deliberadamente durante años el foco de atención sobre los efectos de ciertos elementos de la dieta en el desarrollo de las enfermedades del corazón. Otras investigaciones interesadas retrasaron el establecimiento por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de las recomendaciones contra la caries dental que hoy en día nadie pone en duda.
Estos casos muestran cómo algunas poderosas industrias o lobbies corporativos protegen sus intereses frente a investigaciones "neutrales" potencialmente contrarias. Sin pudor a favorecer la construcción y difusión de mensajes favorables, pero engañosos. Y probablemente éstos sean sólo la punta del iceberg.
El sonado caso del azúcar
En base a información interna desclasificada por las propias empresas, se han destapado manipulaciones en estudios de gran trascendencia en el ámbito cardiovascular y dental.
En particular, cuando las muertes por enfermedades del corazón se dispararon en los años cincuenta, se animó públicamente a los americanos de mediana edad que adoptasen dietas bajas en grasas, pero altas en azúcares para "mantener su ritmo de actividad diaria".
Posteriormente, magnates de la industria del azúcar pagaron en repetidas ocasiones a científicos de relieve para que minimizaran el vínculo existente entre el azúcar y alteraciones cardiovasculares. Además de animarles a señalar a la grasa saturada como único culpable.
Las conclusiones de esta investigación, llevada a cabo por expertos de la Universidad de California en San Francisco (UCSF), fueron publicadas en 2016 en la revista de Medicina Interna de JAMA. Los principales periódicos estadounidenses, entre ellos The New York Times, se hicieron eco de los hallazgos.
Según se desprende de estos artículos, la estrategia consiguió desviar la discusión sobre el azúcar y sus efectos adversos durante décadas. Es más, los documentos que salieron a la luz pusieron de relieve que una asociación supuestamente dedicada a la educación e investigación científica llamada Sugar Research Foundation, conocida hoy como Sugar Association, apoyó financieramente y en secreto a tres científicos de Harvard para que publicasen en agosto de 1967 un artículo de revisión sobre investigaciones relacionadas con el efecto del azúcar y las grasas sobre las enfermedades cardíacas. Con el sugerente título Grasas dietéticas, hidratos de carbono y enfermedad vascular aterosclerótica, los autores habían seleccionado en su revisión solo estudios favorables al azúcar, rebajando descaradamente el vínculo entre un consumo exagerado de azúcar y el deterioro de la salud cardiovascular.
Han pasado muchos años de estos sucesos y tanto los autores de la publicación como los ejecutivos que les financiaron han fallecido. Pero es bueno recordar que uno de ellos, Mark Heisted, se convirtió años después en el jefe de nutrición del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, y ayudó a redactar las pautas alimentarias del Gobierno Federal. Otro de los autores en discordia, Frederick J. Stare, fue recompensado con el puesto de jefe del Departamento de Nutrición de la Escuela de Salud Pública de Harvard.
El azúcar no causa caries
En marzo de 2015, nuevas investigaciones de la UCSF destaparon otro caso de tráfico de influencias en relación con las recomendaciones oficiales dictadas por el NIDR (siglas de National Institute for Dental Research), que en 1971 lanzó el Programa Nacional contra la Caries.
Las pesquisas de la UCSF se centraron en una serie de artículos financiados por la industria azucarera de caña y remolacha entre 1959 y 1971. Las conclusiones de la UCSF, firmadas entre otros por Cristin E. Kearns y Stanton A. Glantz, resultaron categóricas: la industria de este sector sabía que el azúcar causaba caries dentales tan pronto como en 1950 e intentó repetidamente negar esta evidencia.
Así, mediante ciertas actividades de índole comercial poco transparente, se adoptó un plan que logró desviar la atención a ciertas intervenciones en salud que podrían tender a reducir el consumo de azúcar, en lugar de contribuir a restringir sus efectos nocivos.
En consecuencia, el NCP puede considerarse como otra oportunidad perdida en cuanto a su objetivo de promover la salud dental debido a una total alineación de las agendas de investigación propias o contratadas por el NIDR y las financiadas directamente por la poderosa industria azucarera.
Resumiendo, es fundamental garantizar que los intereses privados no influyan sobre las políticas de salud pública. Para ello es imprescindible que investigadores, agencias público-privadas y editoriales científicas sigan desarrollando mecanismos de control y transparencia sobre las propuestas de información y recomendaciones oficiales de las agencias como la OMS que velan por la salud de todos.
**Santiago Roura Ferrer es profesor asociado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Vic-Universidad Central de Catalunya.