En España, ya sean las croquetas, las empanadas, un plato típico o, sin más rodeos, hablemos de la tortilla de patatas: todos tenemos una receta preparada en familia que nos sabe mejor que ninguna otra. Transmitida de generación en generación, suministrada en codiciados tápers cuando los vástagos abandonan el nido, recordada con nostalgia cuando la distancia y las prisas nos hacen subsistir de productos precocinados, y fuente de conflictos dinásticos ("Es que me gusta más la que hace la abuela").
No es solo cuestión de gustos: los vínculos emocionales que establecemos con algunas comidas caseras se sustentan en la ciencia, igual que lo hacen multitud de trucos de cocina tradicionales que, para el ojo poco entrenado, pueden parecer supercherías. Así lo desentraña la periodista científica y especialista en cocina Elena Sanz en su último libro, La ciencia del chup chup [Crítica]. El título hace referencia a la onomatopeya de los fogones de su abuela que espiaba desde niña, y cuyas técnicas y saberes reconstruye con sutil y minuciosa ternura.
Así, la sensación que nos puede evocar ése plato casero y querido no difiere demasiado de la experiencia de la magdalena que Marcel Proust describió en Por el camino de Swann: los sentidos del olfato y del gusto, que cooperan en la sensación gastronómica, están directamente ligados al hipocampo, el centro de la memoria a largo plazo.
De este modo, el placer de los sabores descubiertos en la infancia queda impreso en nuestra psique, vinculado a los afectos representados por la cocina familiar. Es por eso que la autora es capaz de recordar con nitidez sensorial el día de 1987 en el que su abuela le enseñó a 'escuchar' las patatas, primer escalón de la tortilla perfecta.
La receta de la abuela
Efectivamente, la niña de entonces aprendió que primero debe escuchar si 'sisean' las patatas, y si el aceite de freír suelta "pompas como los pececillos en un acuario". La periodista explica hoy el fenómeno: "Al sumergir los trocitos de tubérculo en aceite a una temperatura superior al punto de ebullición del agua, inmediatamente expulsan vapor, que se hace visible en forma de burbujas". Cuando desaparezcan, será el momento de retirarlas del fuego, o de lo contrario "el aceite entrará por la capilaridad de los poros que antes ocupaba el agua, las patatas se inpregnarán de grasa y se volverán difíciles de digerir".
La patata empleada debe ser la patata nueva, la que se recoge en España de marzo a junio, y escogida cuidadosamente para evitar las que tienen manchas verdes, indicio de concentración de solanina, una sustancia tóxica natural. En cuanto al huevo, lo principal es que sea fresco. A medida que pasan los días tras la puesta, el agua de su interior se evapora a través de los poros de la cáscara, por lo que la manera de comprobarlo es sumergirlo en líquido. Si se ha formado una cámara de aire por evaporación, el huevo flotará. Si lo hemos cascado, un huevo fresco tendrá una yema "abombada, turgente y con forma de semiesfera", no "aplastada".
El siguiente paso para una tortilla perfecta pasa por batir los huevos, un proceso que no consiste en otra cosa que en romper las proteínas plegadas de la yema y la clara que flotan entre bolsas de agua hasta distribuirlas como "una gigantesca red tridimensional". El huevo batido es un fenómeno asombroso, un "sólido húmedo" compuesto por agua atrapada en esta red de proteínas. Y es ahora cuando entra en juego un truco insólito, el "chorrito" de limón o de cualquier otro cítrico. Sus ácidos atenuarán el pH del huevo y con ello la tensión entre las proteínas, permitiendo que "corra el aire" y la tortilla quede más jugosa.
Por cierto, la cebolla en la tortilla que provoca que a muchos gastrónomos no les quede ya sino batirse cumple una función similar, evita que se reseque y dulcifica con sus jugos el sabor. Las indagaciones antropológicas del CISC, que sitúan la receta original en los albores del siglo XIX, apuntan a que se trata de un añadido anterior. En cualquier caso, el paso final debe ser una cocción a fuego lento y con mimo, nos insta Sanz. "Se calcula que la yema y la clara mezcladas coagulan al alcanzar los 73 ºC. Pasarse de cocción eliminaría todo el líquido. Y volveríamos a la repudiada tortilla de goma".
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