A pesar del asfixiante calor, Hiroshima es una ciudad llena de turistas en agosto. La ciudad no es bonita y está totalmente reconstruida, por lo que sólo algo explica esta afluencia. En este enclave japonés, una de las pocas urbes que había respetado la II Guerra Mundial en Japón en 1945, el ejército de EEUU lanzó la primera bomba atómica, que mató a más de 70.000 personas en el momento de la detonación y a más del doble a finales de ese mismo año.
Poco se sabía entonces sobre los efectos a largo plazo de un arma de este tipo, pero el tiempo ha demostrado que sí los tenía. El número de víctimas actual de esta primera bomba está cifrado en alrededor de 300.000, aunque una reciente revisión publicada en la revista Genetics sugiere que el daño pudo ser menor.
En cualquier caso, la cifra de afectados por la radiación de la bomba no ha dejado de crecer en estos años. En la mayoría de los casos se trata de ciudadanos anónimos, que vieron cómo un día empezaban a enfermar y sufrían un cáncer directamente atribuible a la radiación atómica; los más comunes, las leucemias y el cáncer de tiroides.
Una de las víctimas tiene un nombre muy conocido para los ciudadanos japoneses. Es Sadako Sasaki, cuya historia dio lugar a una de las estatuas que conmemoran la tragedia de Hiroshima, el Monumento a la Paz de los niños. Este mismo mes, como es habitual, un grupo de escolares lo visitaba y cantaba a los pies de la efigie, que representa una niña en bronce que sujeta una grulla hecha con papel, con la técnica de origami.
Sadako tenía 12 años cuando murió. En el Museo de la Paz de Hiroshima varias fotos recuerdan su historia, que pasa por una infancia feliz a pesar de que la bomba A, como se denomina al arma, la lanzara a través de una ventana de su casa. Sin lesiones aparentes, su madre la recuperó del jardín de su casa y la llevó de vuelta a la misma en brazos. En el camino ambas se vieron afectadas por la lluvia radiactiva, teóricamente sin consecuencias.
La niña creció como una gran deportista -especializada en relevos-, muy querida por sus compañeros de colegio. En 1954, sin embargo, apareció una hinchazón en su cuello y detrás de la cabeza. Por esa misma época, se empezaba a observar un aumento de la incidencia de leucemias, que fue la enfermedad que resultó tener la niña.
Una antigua leyenda japonesa afirma que si se construyen 1.000 grullas de papel, se conseguirá un deseo. A Sadako se lo contó una compañera de habitación en el hospital y ella se puso manos a la obra mientras la leucemia -para la que entonces apenas había opciones terapéuticas, más allá de las transfusiones sanguíneas- avanzaba.
Las grullas no consiguieron el efecto deseado -Sadako murió un año después del diagnóstico-, pero lograron algo que trascendería mucho más. La estatua que recuerda la historia de la niña es hoy uno de los puntos de recuerdo a la paz mundial de la ciudad japonesa, visitado a diario por centenares de personas.
El monumento por la paz de los niños se inauguró en mayo de 1958, tras una colecta organizada por los compañeros de colegio de Sadako, a la que se sumaron niños de más de 3.000 colegios de Japón y otros ocho países. La escultura original, que incluye otras figuras además de la principal que sujeta la grulla, fue diseñada por Kazuo Kikuchi, pero el Nobel de Física Hideki Yukawa contribuyó con una grulla de origami hecha de bronce que sirve de campanilla. Colgando de ésta hay grullas de origami que niños de todo el mundo continúan mandando a día de hoy, especialmente el día del aniversario del lanzamiento de la bomba.
Hasta el presidente Obama habló de las grullas en su reciente visita a Hiroshima y, de hecho, construyó dos de papel, que se pueden observar en el museo memorial de la primera ciudad castigada por la bomba atónica.