El 25 de mayo, Madrid consiguió su ansiado pase a fase 1. Hicieron falta varias peticiones al "comité de expertos" que regulaba la desescalada en España y dos meses y medio de restricciones, confinamiento, horror y muerte. Dos meses y medio de sonido de ambulancias, calles vacías y colas en los supermercados. De caras tapadas por mascarillas mirando al suelo, impotentes.
Ya habían salido los niños y todo fue bien. Habían salido los grupos de riesgo y la cosa también había funcionado. La ciudad se dividió entre los que disfrutaban de cada nueva apertura y los que se llevaban las manos a la cabeza pronosticando lo peor porque lo peor estaba demasiado reciente. Los primeros siempre acababan llevando razón.
Quizá ahí estuvo el problema. Quizá, si hubiéramos vivido un ligero repunte en ese final de mayo o a lo largo del mes de junio, cuando de fase 1 se pasó a fase 2, luego a fase 3 y finalmente decayó el estado de alarma, el nivel de alerta se habría mantenido suficientemente alto como para no despreciar al virus. No fue el caso.
Salimos de golpe y salimos como leones encerrados. Leones encerrados que han pasado por un shock tremendo: se llenaron las terrazas, se llenaron las pistas de baloncesto, se llenaron las casas con celebraciones, la gente volvió a las oficinas y llenó sin miedo los metros y los autobuses sin que nadie pensara que ampliar sus frecuencias sería una buena idea. Nos sentimos inmortales. Como en febrero. Y quizá fue ahí cuando todo empezó a irse al garete.
Así, en plena ola de entusiasmo, junio fue el mes de ajustar cuentas. No fue el mes de protegerse, no fue el mes de prepararse, no fue el mes de prevenir. Fue el mes del “ha sido culpa tuya”, como si el monstruo se hubiera marchado ya para siempre.
Gobierno y comunidades se dedicaban a responsabilizarse de cada detalle y sobre todos ellos destacaba el asunto de las residencias en Madrid. El asunto de las miles de personas que murieron en residencias, sin acceso a un hospital, sin ambulancia que les recogiera, su cadáver encima de la cama, abandonado hasta que algún militar pasara y lo recogiera. Unos dijeron que abandonar ancianos a su muerte era de izquierdas y otros dijeron que era de derechas y cuando acabaron de quedarse a gusto, se fueron de vacaciones. Empezaba julio.
El turismo seguro
El 1 de julio de 2020, la incidencia acumulada en España era de 8,47 casos por 100.000 habitantes en los últimos 14 días. Aunque se hablaba de un brote en Huesca de temporeros que podría haberse extendido a Lleida, la situación parecía completamente controlada. Los turistas entraban y salían sin problemas, Begoña Villacís se paseaba por el centro de Madrid, animando a todo el mundo a que volviera a sus terrazas, comprara en sus comercios…
Aquel mismo día, no había nada que hiciera pensar que la Comunidad de Madrid estuviera en peligro: por primera vez desde el inicio de la pandemia, se cumplían once días sin llegar a los 100 casos diarios. El total de esos once días sumaba por entonces 513 casos detectados. Ni 50 por día.
Las plantas de los hospitales madrileños se iban vaciando: solo 200 casos con clínica Covid permanecían ingresados, a los que había que sumar 65 que seguían en la UCI. En las últimas 24 horas anteriores, las últimas del mes de junio, se habían producido 10 ingresos en total, una cifra ridícula en comparación con los tiempos en los que había que ingresar a más de 2.000 personas de golpe. El tsunami había pasado.
Tocaba pensar en la recuperación económica, abrir el ocio nocturno, preparar la vuelta al cole con un protocolo de cuatro escenarios, uno de los cuales contemplaba directamente “la desaparición total del virus” para septiembre.
Sin embargo, algo estaba pasando ya entonces que no sabíamos. Una vez ubicados todos los tests positivos, resulta que esos mismos 10 días de junio, dan ahora 1.486 casos positivos. Casi tres veces más de lo que se pensaba en el momento. Ese ha sido el gran problema de este verano: olvidarnos de que, en una pandemia, el presente cuenta poco. Que los datos tardan en actualizarse, que todo va con un cierto retraso, que lo que importan son las tendencias y que las tendencias a veces tampoco se pueden detectar al instante. Por eso es tan importante ponerse en el peor escenario posible, por eso es necesario prevenir siempre, especialmente cuando no conoces del todo al enemigo.
Ahora bien, hay tendencias que no se ven en el momento y hay otras que se ven de inmediato. La segunda semana de julio, el número de casos fue aumentando, pero ligeramente. La tercera semana, empezamos a tener algún dato preocupante: un par de días por encima de los 100 casos diarios; la cuarta semana, la cosa empeoró: incluso con datos sin consolidar, Madrid había multiplicado por seis los casos de principio de mes. Lo que eran días de 50 casos como mucho pasaban a ser de 300. Ahí, alguien tendría que haber mandado parar pero nadie se atrevió: al ver la situación del país y la inacción de las autoridades, Reino Unido impuso restricciones a los viajes a España. Poco después, lo hicieron la touroperadora TUI y Alemania. Desde España, se reaccionó con desprecio y aires de ofensa. Los hospitales seguían vacíos, todo el mundo estaba de vacaciones. ¿Por qué se empeñaban en dar lecciones? Esto no era marzo, ni se le parecía.
El mes de la pasividad absoluta
En agosto, Madrid se transforma en un desierto inhóspito. Las calles se vacían de coches y los que pueden se van a sus segundas residencias. Los que pueden. Los que no, se quedan. Los que apenas pueden pagar su casa de alquiler o tienen que compartirla con otras familias, los que no pueden permitirse unas vacaciones porque no tienen contrato o trabajan como autónomos por muy poco dinero para alimentar a muchos. En determinados barrios, en determinados municipios, la densidad bajó como sucede cada año, pero en otros se mantuvo. Y el virus empezó a cebarse.
La primera semana de agosto, el mes que prometía tranquilidad y acopio de fuerzas para afrontar la vuelta a la normalidad de septiembre en el mejor escenario posible, fue dantesca: de repente, los casos empezaron a superar el millar.
Si en los últimos siete días de julio se habían detectado 3.500 casos, los primeros siete de agosto se saldaron con 6.285 y los siete siguientes con 10.699, 20 veces más que seis semanas antes.
Para cualquiera que conozca como funciona una epidemia, estaba claro que aquello ya iba a ser incontrolable, pero, ay, los números totales… la terquedad de los números totales: ¿qué eran 1.500 casos al día comparados con los 3.000 de marzo?, ¿cómo se iba a parar la economía con solo 96 personas en la UCI, cuando, si nos ponemos, los madrileños podemos juntar quirófanos y pasillos y llegar a más de 1.000?, ¿qué son siete muertos al día después del infierno vivido?
El mensaje seguía siendo tranquilizador: son casi todos jóvenes y asintomáticos. Como si eso importara. Los jóvenes y asintomáticos acaban contagiando a los no tan jóvenes y de riesgo y resulta que ya la has liado. Para desviar la polémica, el consejero de Sanidad Ruiz Escudero acusó a Fernando Simón de querer perjudicar intencionalmente a Madrid.
Para entonces, el país estaba en una incidencia de 109,27 casos por 100.000 habitantes en 14 días. Diez veces más que al inicio de este artículo. Algunas comunidades autónomas habían ya puesto en marcha medidas restrictivas, pero Madrid se negaba. No era necesario. De hecho, hasta el 28 de julio, no había hecho obligatorio el uso de mascarillas en la calle, cuando en el resto de la península la medida llevaba un tiempo en vigor.
Agosto fue un mes de ver venir la ola y no hacer nada. Así, hasta el 20 de agosto, cuando Isabel Díaz Ayuso, vuelta de unas fugaces vacaciones, anunció limitaciones al ocio nocturno cuando el virus hacía tiempo que había abandonado las discotecas para instalarse en las oficinas, los hogares, los restaurantes, las residencias de ancianos.
Esa semana, Madrid superó los 16.000 casos detectados. Un juez consideró que no había suficiente razonamiento jurídico para aplicar la medida y quedó en el limbo durante una semana más. Para entonces, la batalla estaba perdida. Hubo un pequeño momento de esperanza, con el cambio de mes, pero volvieron los veraneantes y se escapó el caballo. En los primeros 17 días de septiembre, y son datos no consolidados, en Madrid se han detectado 48.652 casos, ha habido 5.267 ingresos en planta, 455 en UCI y se han notificado 419 fallecimientos.
No pasaba nada hasta que empezó a pasar. Y para cuando ha pasado, ya es tarde. El pasado viernes, Díaz Ayuso, Aguado y Ruiz Escudero anunciaron “medidas dolorosas” que en realidad no parecen más que de contención. En los últimos siete días, los casos han superado ampliamente la cifra de 20.000 y Madrid vuelve a crecer al 25%. Nos creímos inmortales y no lo éramos, así de sencillo. Quisimos convivir con el virus, coquetear con la inmunidad de rebaño, abundar en el modelo sueco y nos hemos dado de bruces.
El 1 de julio, recuerden, había 200 hospitalizados y 10 ingresos diarios en Madrid. El 17 de septiembre, eran 2.907 y más de 400. Cuando la atención primaria -el canario en la mina- empezó a alertar, se les llamó alarmistas y vagos. Todos miraron cómo la comunidad se venía abajo, cual Nerón admirando Roma en llamas. Nadie quiso decidir nada porque las decisiones penalizan mucho. “No es momento de buscar culpables”, dijo el vicepresidente Aguado el pasado viernes. Quizá sea verdad. Quizá sea momento de reemplazarles por gente más válida y, sobre todo, más valiente.