Italia alcanzó el tope de contagios de su segunda ola el pasado 16 de noviembre, cuando su incidencia acumulada a 7 días se colocó en 406 casos por 100.000 habitantes, según los datos de la universidad Johns Hopkins.
Llevar ya tres semanas de decrecimiento en el indicador más inmediato y más peligroso no acaba de evitar que el número de fallecidos sea sobrecogedor: el jueves 3 de diciembre, la media semanal alcanzaba los 741, muy cerca del tope de la primera ola, que fue el 2 de abril con 817.
Son cifras incomparables a las de nuestro país, afortunadamente, y que han hecho que el Gobierno italiano deje a su población bien claro que este año no hay excepciones mágicas que valgan: las medidas de restricción se mantendrán en vigor tanto el 24 de diciembre como el 31. El virus no entiende de festividades ni de tradiciones y el país no está preparado para un posible rebrote, por leve que sea.
No serán posibles, pues, las reuniones familiares si exigen desplazamiento -la movilidad está restringida entre municipios- ni las celebraciones religiosas -no se podrá asistir a la famosa Misa del gallo, solo seguirla por televisión-.
En ese sentido, Italia es consecuente con lo que uno puede pensar de un país ilustrado: si las medidas implantadas tienen sentido y van a salvar vidas, hay que mantenerlas siempre hasta que mejore la situación.
Si ya es difícil convivir con el virus, mucho más lo es negociar para que afecte solo los días que interesa. No solo es que alterar estas medidas según el día pueda provocar un riesgo sanitario puntual sino que deja abierta la puerta a su incumplimiento diario: si fueran tan importantes, tan decisivas, no se harían excepciones, pensará más de uno.
El pasado jueves, Fernando Simón no sabía muy bien cómo sortear la cuestión. Pedía prudencia continuamente, y es probable que lo haga porque conozca los riesgos. Ahora bien, insistía, "nosotros no estamos como en Italia".
No estar como en Italia puede ser el nuevo "no estamos como en marzo", que se decía en julio y agosto, es decir, justo antes de que 29 de las 51 provincias acabaran sufriendo más muertes en la segunda ola que en la primera.
Aunque es cierto que el número de casos detectados es bastante más bajo en nuestro país en la actualidad y que el número de fallecidos nunca ha llegado a cifras siquiera parecidas durante el otoño -el pico español estaría en torno a los 315 diarios, algo más con la contabilidad del ministerio y sus atrasos, el equivalente a unos 450 ajustando nuestra población a la italiana-, las excepciones deben de ser sorprendentes para un epidemiólogo y las consecuencias hay que darlas por hechas.
No es la primera vez que pasa, desde luego. Todo este "no estamos como Italia" nos remite necesariamente al mes de febrero y a principios de marzo, cuando los contagios asolaban la Lombardía y nosotros lo veíamos todo desde una distancia infinita.
No tomamos ni una de sus medidas a tiempo y al final nos pilló el toro. Es cierto que nosotros tuvimos la segunda ola antes que ellos y que quizá por eso pensamos que no puede repetirse, pero todos estos términos –“primera ola”, “segunda ola”, etc.- son también convenciones humanas de las que el virus no entiende.
Con una incidencia acumulada superior a 230 casos cada 100.000 habitantes en 14 días, es decir, más del doble del parámetro convenido para situaciones de alerta, pensar que no puede haber un rebrote suficientemente fuerte como para originar una subida radical en el número de casos, hospitalizados y defunciones es apelar de nuevo al pensamiento mágico.
El ejemplo de Estados Unidos está ahí presente: el pequeño parón en los casos de la última semana de noviembre coincidió con la celebración del Día de Acción de Gracias, lo más parecido a nuestra Nochebuena que tienen al otro lado del Atlántico.
El resultado se está viendo estos días: la incidencia acumulada semanal está en 403,9 casos por 100.000 habitantes, prácticamente los números de Italia en lo peor de su segunda ola. Ha pegado en cinco días una subida del 19,04% que es fácil de vincular con las celebraciones familiares.
El número de muertes ha alcanzado una media semanal de 2.125 diarias, con picos por encima de los 2.700 que solo pueden ir a peor en los próximos días. Es cierto que el descontrol y las cifras espeluznantes ya existían antes de Acción de Gracias, pero desde luego la celebración entre “recomendaciones” no ha ayudado.
Insiste Fernando Simón en que, en el fondo, las medidas italianas y las españolas no varían tanto. Tiene una parte de razón. Si nos ponemos estrictos, Italia ni siquiera es un ejemplo: aunque la hostelería está medio cerrada, los comercios siguen abiertos… y no hay limitaciones en las reuniones familiares siempre que no impliquen traslado de municipio. “Este es un país libre”, decía el otro día Giuseppe Conte para justificar que no se impongan restricciones en el número de personas que pueden juntarse bajo un mismo techo.
Sí lanzó el primer ministro la “fuerte recomendación” de que solo cenen y coman juntos los convivientes, algo que aquí no se ha hecho. El matiz de los “allegados”, que a Simón le parece trivial y que abre una vía clara a la movilidad total por todo el territorio español, sí supone una gran diferencia con respecto a Italia.
Quizá lo más prudente sería incluso exceder sus medidas, pero ni siquiera llegar parece jugar un poco a los dados con el destino. Pensar que siempre saldrá un siete no parece del todo científico, precisamente.