El 31 de enero, es decir, justo después de que China terminara de construir su complejo hospitalario en Wuhan y la alarma ya hubiera cundido en el resto del planeta, la universidad Johns Hopkins certificaba 9.834 casos detectados desde el inicio del brote del coronavirus. De esos 9.834, 9.723 habían sido notificados por China. De los 111 restantes, 81 pertenecían a otros países de Asia, en especial Japón (14), Tailandia (14) y Singapur (13). A eso hay que sumarle 9 casos en Australia, es decir, en todo occidente solo había 23 casos detectados. Teniendo en cuenta lo que sabemos ahora sobre la transmisibilidad del virus y la movilidad global que caracteriza nuestras sociedades, es lógico pensar que occidente ya estaba por entonces plagado de contagiados, pero simplemente no se estaban haciendo pruebas para detectarlos.
Ese mismo día, se conocía el positivo de un ciudadano de 80 años en Hong Kong. En principio, nada del otro mundo, salvo que dicho ciudadano había sido pasajero hasta el día 25 de enero del crucero Diamond Princess, compartiendo instalaciones con otras 3.600 personas aproximadamente. Ni más ni menos que 697 acabarían contrayendo el virus, de las cuales siete murieron por la enfermedad.
En cuanto se conoció la noticia del positivo, el barco, de escala en Yokohama (Japón) fue puesto en inmediata cuarentena. La imagen era poderosa: un hospital acabado en unos diez días y un transatlántico varado mientras poco a poco se iban contagiando sus tripulantes, algunos de ellos hasta la muerte. Suficientemente poderosa como para haber llamado la atención en occidente, pero no fue así. Aquello era un virus asiático y ahí quedaría, seguro. Hablamos mucho de lo que nos engañó China y muy poco de lo que teníamos delante de los ojos y no supimos ver a tiempo.
¿Qué nos hacía pensar que el virus iba a quedarse en un solo continente y no iba a pasar al resto del planeta? Los antecedentes. Aún estaban demasiado recientes las críticas por la gestión del virus H1N1, la conocida como "gripe porcina" o "gripe A", sin más. Entonces se compraron millones de dosis de antivirales que no llegaron a utilizarse nunca. Tampoco hizo falta protegerse contra el SARS en 2002-2003, pues apenas salió de Asia y en nada quedó la amenaza de la "gripe aviar" H5N1 de 2005-2006, que presentó apenas unos pocos casos de transmisión entre humanos en Vietnam y Tailandia. Incluso las amenazas africanas, tipo ébola, que tantas películas habían protagonizado, quedaron en un perro sacrificado y poco más. ¿Por qué preocuparse tanto?
En Asia, desde luego, estaban preocupados. Al instante. No solo China. Japón tenía unos Juegos Olímpicos por organizar y al Diamond Princess no le dejó ni moverse del puerto durante dos semanas, hasta que el brote se dio por controlado. Esa actitud fue común al resto de países del sudeste asiático: cuarentenas, tests masivos, control absoluto de los contactos para evitar la propagación y cierre parcial o total de lugares comunes. Incluso en sociedades más abiertas como Corea del Sur, le vieron las orejas al lobo desde el mismo mes de febrero, cuando un evento organizado por una comunidad religiosa provocó un brote tremendo en Daegu. Corea alcanzó su pico el 4 de marzo, cuando en Italia el virus empezaba a mostrar su peor cara y en el resto de Europa era absolutamente residual.
Hablamos de lugares donde las mascarillas eran ya habituales en el día a día, donde apenas hubo cálculos ni dudas a la hora de combatir al virus y donde el número de tests realizados dejaba a Europa en ridículo: Corea del Sur realizó en algo más de un mes unas 200.000 pruebas para detectar 8.000 casos, impidiendo que la incidencia acumulada se disparara en ningún momento por encima de los 10 casos por 100.000 habitantes. El sentido de la comunidad y el estado continuo de alerta hizo que el 18 de febrero, dos meses antes de su propio pico en la pandemia, en Singapur ya existiera un plan aprobado por el gobierno para la limitación de comercios y negocios y el paquete correspondiente de ayudas estatales para los afectados.
Ahora bien, doblegar la curva en Singapur no fue tan fácil, pese a la previsión y las buenas prácticas. Incluso ya a mediados de abril, la incidencia seguía rondando los 200 casos por 100.000 habitantes, lo que provocó que el gobierno cerrara el país durante casi dos meses. Pese a que el virus se descontroló sobre todo entre trabajadores que habían migrado a otros países y se habían quedado sin trabajo, con lo que habían tenido que volver a Singapur, apenas se registraron defunciones. ¿Por qué? Probablemente porque se captaba a los asintomáticos antes de que pudieran contagiar a grupos de riesgo. En total, desde el inicio de la pandemia, han muerto 29 personas sobre un total de casi seis millones de habitantes.
Desde entonces, el sudeste asiático se ha podido permitir un baile de lo más agradable, dentro de una situación que les afecta más por la imprevisión occidental que por su propia evolución pandémica. Aunque Singapur sí tuvo una especie de segunda ola en verano, el resto no ha vuelto a tener grandes sustos a nivel nacional. Sí a nivel local, pero casi siempre controlados a cañonazos, con confinamientos parciales y trazado exhaustivo. Ni en Corea, ni en China, ni en Japón, ni en Vietnam se han percibido cambios importantes en su curva epidémica.
Por poner un ejemplo, cuando en Corea del Sur llegaron a los 450 casos en un día, allá por el 20 de noviembre, sobre una población de 51 millones, no solo subieron el nivel de alerta, hablando de una posible "nueva ola" sino que prohibieron con más de un mes de antelación cualquier festejo público para Nochevieja. Al ser países donde la Navidad no es un evento social, el cambio de año -que tampoco se celebra masivamente al tener sus propios calendarios- es el único día peligroso en ese sentido. Menos si se prohíbe con antelación.
En total, China, Corea del Sur, Japón, Singapur y Vietnam han notificado 8.977 defunciones en 2020. De acuerdo, es muy probable que sean muchas más, sobre todo en China, pero hablamos de una población total de 1.720 millones de personas. El éxito de las medidas es innegable. Incluso en países como Indonesia o Filipinas, donde la pandemia se ha cobrado muchos más casos y muchas más víctimas, y donde podemos tener también serias dudas acerca de las cifras oficiales, estas son tan bajas por habitante que apenas pueden compararse con las de occidente. Otra cosa serían India o Pakistán, donde a la intención política a la hora de falsear cifras, se une una evidente incapacidad técnica para detectar y diagnosticar correctamente los casos.
¿Cuál ha sido el coste económico de todo esto? Muy escaso. Si tenemos en cuenta el factor de recesión en un mercado global, las cifras del sudeste asiático son envidiables: a falta de los datos del último trimestre, el PIB subirá considerablemente en China, permanecerá estable en Corea y las perspectivas parecen mejorar en Japón y Singapur, aunque probablemente estén en los niveles de caída de la zona euro.
En resumen, el virus es ahora mismo algo residual en esta parte del mundo, sin que su economía -que ya venía tocada en países como Singapur desde 2019- se haya resentido en exceso. Es el lugar del mundo donde la vida se parece más a la normalidad, aunque sea a cambio de restricciones en la movilidad y en los viajes al extranjero. ¿Qué han hecho ellos que sea distinto a lo que hemos hecho nosotros? Tomárselo en serio cuando hace falta tomárselo en serio: no cuando ya la ola ha llegado a la cresta sino cuando empieza a formarse. Ahí la cortas y a otra cosa. Un año después, el lugar donde se originó el virus prácticamente lo ha dejado atrás antes incluso de cualquier vacuna. El resto estamos corriendo a ver cuántos muertos podemos evitar en enero y febrero.