Un domingo me levanté con la garganta reseca y voz ronca. Al rato noté un poco de moqueo pertinaz, pero no le di mayor importancia. Era julio, y todavía algunos días aparecían síntomas de mi rinitis alérgica estacional. Tuve una ligera diarrea, pero eso tampoco me sorprendió, pues mi tránsito intestinal se altera con bastante frecuencia.
El lunes me avisaron de que la persona junto a la que había comido el sábado (al aire libre) estaba en urgencias, con fiebre, tos y dificultad respiratoria. En pocas horas supimos que era Covid-19. Tenía en casa una prueba de antígenos y salió negativa.
Pero como tenía por delante varios viajes, congresos y jornadas de reuniones me pareció prudente hacerme una PCR: positivo. Cuando me llamó la UME para avisarme del positivo e iniciar el rastreo, no me lo podía creer.
¿Infectarse tras vacunarse?
Sí, eso lo sabíamos desde el primer momento en que salieron las vacunas frente a la covid-19: todas eran eficaces para reducir la gravedad de la enfermedad y prevenir ingresos. Pero no se diseñaron para prevenir contagios.
De hecho, la ruta de administración intramuscular produce una fuerte inmunidad sistémica, pero una leve inmunidad mucosa. Se están desarrollando estrategias de vacunación intranasal, que previsiblemente producirán una inmunidad más fuerte en la mucosa, frenarán la infección y el contagio desde el inicio.
Así que, aunque no enfermemos, podemos contagiarnos y ser vectores de transmisión. Artículos recientes indican que la carga viral (cantidad de virus) en las vías respiratorias altas de los vacunados es parecida a la de los no vacunados. No tenemos datos para saber si el material genético del virus (en vacunados) es infectivo, sólo sabemos que tienen una cantidad equivalente.
¿Cómo será la infección?
Infectarnos después de vacunarnos con la nueva variante mayoritaria, delta, es muy posible. Hay un alto nivel de circulación y muchas personas vacunadas han relajado las medidas de prevención con la falsa creencia de que la vacuna les protege como si fuera un perfecto impermeable.
Pero, además, las nuevas variantes, así como el hecho de que gran parte de la población está vacunada (con una dosis o con pauta completa), han cambiado el tablero del juego en lo que a la presentación clínica de la enfermedad se refiere.
Estos cambios se han podido analizar gracias a la participación de más de 4 millones de voluntarios. En Reino Unido han introducido sus síntomas en el proyecto Zoe (un ejemplo de cómo la tecnología es una gran aliada para ayudarnos a monitorizar y luchar contra la pandemia).
Salvo en vacunados a pauta completa, la pérdida de olfato y gusto tan características de la variante original baja a la novena posición, y la dificultad respiratoria cae por debajo de los 20 síntomas más frecuentes. Esto significa que la nueva variante ha cambiado claramente el debut clínico. La presentación con moqueo, dolor de garganta, dolor de cabeza y estornudos nos puede llevar a confundirlo muy fácilmente con un catarro o una reacción alérgica.
Delta altera las reglas del “grupo”
Pensábamos que con un 70 % de personas inmunizadas tendríamos una inmunidad social suficiente para parar la transmisión del virus SARS-CoV-2. Esto se viene calculando así desde los primeros tiempos de la pandemia desatada en Wuhan, cuando la tasa replicativa del virus era entre 2 y 3 (cantidad de personas que, en promedio, infecta una persona contagiada). Hemos utilizado estos datos a pesar de que sabemos que las vacunas no previenen el contagio.
Con la variante original y la alfa una persona infectada podría contagiar a 2-3 contactos estrechos. Con la variante delta este número sube hasta 6-10 personas. En este escenario, la inmunidad social necesaria para “contener” la transmisión, sabiendo además que las vacunas no son 100 % eficaces, es superior al 90 %.
Y esta cifra de personas inmunizadas se antoja inalcanzable si no incluimos a los niños. Esto abriría otro debate, que no es objeto en esta reflexión, sobre la pertinencia científica y moral de vacunar por debajo de los 15 años, con la necesidad de vacunas que tienen algunos países.
La quinta, pero no la última ola
El aumento de reuniones sociales (aunque sea al aire libre), la movilidad entre regiones, la no obligatoriedad del uso de mascarillas en espacios abiertos, se han aliado claramente con la variante delta para que se desataran los contagios semanas atrás.
Afortunadamente, dado que las personas más vulnerables estaban vacunadas, este incremento de transmisión no se ha acompañado por la saturación hospitalaria, si bien en algunas comunidades autónomas, la ocupación de las UCI por pacientes con covid-19 ha llegado a ser muy preocupante.
Con estos nuevos datos y sabiendo que hay casos de infección documentada al aire libre, quizás las autoridades sanitarias nacionales e internacionales deberían redefinir el concepto de contacto estrecho. Parece que no hay que permanecer 15 minutos en un local interior, a menos de 1,5 metros y sin mascarillas de protección para contagiarnos de una persona positiva asintomática o presintomática.
Quién pierde la eficacia vacunal
Hay personas mas vulnerables y que pueden perder con mayor rapidez las defensas: son las personas inmunodeprimidas. La inmunosupresión puede ser natural, y hay enfermedades genéticas y adquiridas con este perfil (desde los niños burbuja a las personas con infección por VIH), y el propio envejecimiento biológico va acompañado de una pérdida de cantidad y función de las defensas que conocemos como inmunosenescencia.
La inmunosupresión puede ser también farmacológica cuando hay vacunados que por patologías previas (tumores, trasplantes, enfermedades autoinmunes o autoinflamatorias) están tomando fármacos que disminuyen las defensas.
Sea cual sea el motivo, las personas con defensas bajas han podido tener menor respuesta a las vacunas, o pueden ver un deterioro más rápido de su inmunidad frente al virus.
Hay algunas publicaciones al respecto, en las que fundamentalmente se estudia la evolución de los anticuerpos neutralizantes. Pero a veces se nos olvida una rama mucho más relevante de nuestra respuesta inmunitaria, como es la inmunidad celular: tanto T como B.
De momento, se está mostrando muy robusta y duradera (tanto la vacunal como la inmunidad natural frente a la infección), así que –salvando estos grupos vulnerables– de momento no hay evidencia científica que nos haga pensar en dosis de recuerdo o terceras dosis de modo generalizado para toda la población.
Conviene recordar en este punto que el mero hecho de haber pasado la infección sintomática y de modo natural nos deja ya un importante nivel de protección. Este conocimiento se ha ido reforzando con continuas publicaciones que aseguran memoria celular en la sangre de convalecientes. Pero en aquel momento, con la escasez de dosis que teníamos en enero, y la premura por vacunar a cuanta más población mejor… hace tan solo 9 meses, yo mismo proponía que no era necesario vacunar a los convalecientes.
Hoy sabemos que la inmunidad natural es más heterogénea y probablemente más resistente a la continua aparición de nuevas variantes, pero también que los anticuerpos que se producen tienen menor efecto neutralizante. De modo que la situación actual, de dar una dosis vacunal de recuerdo 6 meses después de haber tenido la infección, es la pauta con evidencia científica sólida más aceptada en diferentes países.
Pero también 9 meses después estamos en un escenario mejor, conocemos mejor el virus, la enfermedad y su diagnóstico. Podríamos cribar mediante test personalizados de inmunidad (de anticuerpos y de células) en los grupos de riesgo (ancianos y patologías con inmunosupresión) y decidir quiénes necesitan pautas de refuerzo y quiénes no.
A vueltas con las dosis
A pesar de la falta de evidencia científica, países como Israel, Reino Unido y Alemania ya han decidido inocular una tercera dosis, y completar con la vacuna Pfizer a quienes recibieron las dos primeras de AstraZeneca o la monodosis de Janssen.
Estar vacunados ya hemos dicho que no impide el contagio, pero se sabe hasta qué punto lo podría prevenir. Datos muy recientes con estudios de grupos familiares de vacunados y no vacunados nos indican que estar vacunado reduce entre un 40 y un 50 % el riesgo de contagio.
Por lo tanto, la vacunación es el camino de elección, tanto para ayudar reduciendo contagios (inmunidad social) como para, en caso de padecer la enfermedad, hacerlo de un modo más leve (inmunidad individual). Yo, desde luego, estoy inmensamente agradecido por el hecho de vivir en un país privilegiado y tener acceso a la vacuna. Haber pasado la covid-19 como un catarro en julio del año pasado hubiera sido una utopía.
No quiero pensar en escenarios apocalípticos como los que plantea el grupo de científicos del SAGE británico, que está causando estragos en la prensa nacional e internacional con todo tipo de titulares sensacionalistas. Pero sí que parece que esta pandemia ya no es la misma que tuvimos el primer semestre del año 2020 y no la podemos seguir mirando con los mismos ojos.
Hay que redefinir conceptos, afrontarla de modo decidido. Tenemos que comunicar de un modo más empático y pedagógico a una ciudadanía muy consciente del problema, pero cada vez más exhausta por los bandazos a los que se la está sometiendo, que no acaba de ver la luz al final del túnel.
* Alfredo Corell Almuzara es catedrático de inmunología en la Universidad de Valladolid.
** Este artículo se publicó originalmente en The Conversation.